viernes, 13 de mayo de 2011

AHAB







Dentro de su barca es el capitán incuestionable. Su febril búsqueda convence a los suyos a realizar los esfuerzos más infrahumanos, porque él mismo pone el cuerpo detrás de las ideas, deja un ojo, deja un tobillo, anda por ahí, mítico, con una venda que se asemeja a un parche y un tobillo de palo. Desde afuera es para todos el pirata inglés, un sicópata. Sus motivos parecen los del loco: eso de dejar todo por la pasión, eso de sacrificar el cuerpo domingo tras domingo, aguja tras aguja, hasta que el tobillo cobra la textura de la madera. El hombre del pie de palo, el capitán que se sacrifica por los suyos, mientras los demás, envidiosos, incapaces de comprender la visión de los genios, se conjuran contra él y le arrojan piedras.

Pero al hombre de los mil enemigos no le importa. Sus enemigos no son sus críticos, sino sus rivales. Su objetivo es esa ballena blanca, indescriptible, alegórica, que es la gloria. La posibilidad de la inmortalidad. El límite que nos han prohibido trascender. El capitán apunta su barco al infinito, ambos su nave y él cada vez más golpeado por el paso del tiempo, el oleaje, las bajas, su tropa cada vez más hambrienta, cada vez más feroz y peligrosa. Úna mirada del capitán contiene todos los motines. Palabras, pocas, y en general no son amables; pero su compromiso es incuestionable y su entrega total, sacrificada hasta la emotividad y el dolor físico real. Ante eso no hay discusión posible. Sus hombres saben que inevitablemente el barco naufragará, estallará. Saben que el camino de la febril obsesión del capitán los lleva a la destrucción, a la locura. Pero saben también que solamente guiados por él podrán saborear, aunque sea por un instante, las dulces mieles de la eternidad. Los cobardes saltan del barco. Los tripulantes de otros barcos tejen una leyenda de locura y maldad.

En 2006 regresó a su patria. Joven aún, rebelde, desafiante. Con la altanería de los que se saben destinados a grandes cosas y sienten que pierden el tiempo dando explicaciones. Para colmo, a oídos sordos. Regresó del viejo país, donde conoció la fama y la opulencia, pero resistió el canto de sirena del éxito, las mieles que adormecen con su calor, y en una decisión de valor absolutamente inconmensurable, para el cual aún no hay dimensión que permita medirlo y explicarlo, dejó todo. Todo, por volver a su hogar y comandar la nave paterna. Y la nave del capitán Verón, aún sin la cicatriz sobre su ojo, aún con el tobillo original, partió con un grupo de marineros reos, reclutados en las profundidades de la patria. Consiguió, enseguida, fama y gloria. Muchos creyeron que aquello, que entonces parecía una hazaña, era suficiente para justificar el retorno del Rey. Los siguientes años de luchas menores confirmaban que aquel título era suficiente.

Pero claro que no fue así. El capitán Verón esperaba, agazapado, su chance. La tuvo cuando el año 2008 llegaba a su fin. Peleó como pelean los grandes de espíritu, más allá de las palabras de consuelo y dignificación. Cayó en aguas tropicales y regresó jurámentandose venganza entre nuevos vaticinios de fin de ciclo. La barca, es cierto, arrancaba de cero. Desde febrero, fue una lucha constante para reconstruir la nave, para mantener a la tripulación unida. Partieron algunos, llegó un comandante idóneo. Y se atrevieron a volver a soñar en grande. Nadie creía en ellos, claro.

Y los forajidos comandados por el controvertido capitán y el novato pero atrevido comandante, se convirtieron en los mejores de América. Y fijaron rumbo para una cita en extrañas tierras contra el dios del fútbol, el monstruo de once cabezas, el divino, el justo y bueno Barcelona. Al príncipe del mundo redondo se le enfrentaba una tropa enrojecida de hambre capitaneados por un demente, un orate. Todos esperaban la batalla afilando sus cuchillos. Quizás por ello el príncipe Barcelona se vio sorprendido por esa barcaza al borde de la destrucción con la bandera albirroja. Si todos los que lo enfrentaban oponían resignada, desidiosa batalla…

La Fortuna favorece a los audaces, pero los dioses castigan a los atrevidos. Y los dioses castigaron el atrevimiento de la nave de los reos que se atrevía a desafiar al hijo pródigo: obligaron a su capitán a un error fatal, dieron oro al oro y todo estuvo bien en la tierra. Mientras todos respiraban aliviados y una vez más anunciaban el fin de una era, el capitán levantaba los trozos de su nave, ya sostenido por un solo pie, ya sufriendo una profunda y desgastante frustración.

Pero la nave del mal pincharrata siempre resurge. Muchos sugieren propiedades alquímicas en esta reconstrucción misteriosa del barco. A ellos no hay nada que explicarles: de todos modos son oídos sordos que prefieren explicar todo, lo bueno y lo malo, a través de la magia, nunca a partir del hambre, del trabajo, del esfuerzo y el coraje. El barco pincharrata enfrentó nuevas batallas, siempre destartalado pero nunca vencido. Al borde de la autodestrucción se llevó un título, pero las huellas en la nave y los tripulantes aún siguen, profundas. Otra vez, todos dan la barcaza por hundida, y el capitán por muerto, fruto de su propia osadía. Otra vez soportó el agonizante Verón el repudio de los otros, señalándolo como conductor hacia el fracaso, como impulsor del salto por la borda que diera el comandante Sabella y, por supuesto, de todos los males del mundo.

El capitán y sus fieles, fruto de tanto luchar y ser apedreados, ya no llevan la rebeldía alegre del trasgresor, sino la mirada afiebrada, calma y feroz que busca con voracidad y sagacidad felina una última chance. Los ojos ya están cansados, las arrugas por momento ocultan el fuego de la mirada. El barco para en un puerto después de mucho tiempo, llega a la costa al borde del naufragio. Algunos guerreros se retiran, los bolsos harapientos llenos de gloria y los rostros marcados por mil cicatrices físicas y metafísicas, para contar la leyenda en otros lugares y descansar. Entonces todos alzan la bandera velezana, anuncian el fin de ciclo, otra vez. Mientras tanto, el capitán descansa, pero nunca descansa, pensando en los tripulantes idóneos para su último viaje. Piensa en viejos marineros, curtidos en mil batallas, a los que no hay que explicarle nada. Piensa en viejos amigos.

Su búsqueda parece la de un loco, que busca alcanzar alturas confinadas a los agraciados por dios con una banda pueblerina de orates en una misión. Pero cada día que pasa convence mas y mas a compañeros, hinchas y también rivales. Se puede. Con el detrás del timón, las hazañas son posibles. Es hora de un último viaje. Y con Verón detrás del timón, todo es posible.

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