martes, 15 de julio de 2014

Herederos de la mística: a 5 años del Mineirazo



El global está igualado en uno y el encuentro comienza a extinguirse, cuando la pelota se eleva sobre el área y el delantero vuela sobre la oposición para estampar la furibunda desigualdad. Quien celebra incrédulo no es Mauro Boselli sino Ramón Lentini. No estamos en el Mineirao, sino en el Estadio Ciudad. No hemos aún alcanzado las traicioneras mieles de una final, esa instancia de ilusiones que pueden volverse contra uno. “Casualidad”, dirán muchos, ese gol de un juvenil que escribió su nombre en la historia y luego se esfumó, para pasar con pena a la primera fase de la Copa Libertadores 2009.

“Mística”, sostendremos nosotros, convencidos aún en aquel segundo encuentro, todavía pre-Libertador. Mística que es a la vez sudor mancomunado, la creencia profunda, genética, del poder de la hermandad, y sangre legada, inexorable destino de gloria.

Nadie creía en el ejército del Pelado. Pero puertas adentro había un juramento de venganza, tras la fallida final de la Sudamericana en 2008. Desde aquel visceral sentimiento revanchista se puede ya ver la voluntad de los hombres y el legado heroico de la historia: también los muchachos de Zubeldía juramentaron revancha tras perder el torneo de 1967 invictos, y tras caer en 1969 ante el Milan quisieron una Copa más; también hubo promesa en aquel vestuario de San Pablo, en 2006, cuando por penales el local nos dejó afuera de una Copa donde ya se vislumbraba el despertar de un destino adormecido.

Costó, por supuesto: tras aquel título de 2006, la mesa parecía servida para volver al plano internacional, pero los bizarros calendarios de AFA empujaron el regreso a la Libertadores, ese primer amor al que siempre se vuelve, para 2008. Para entonces, el núcleo 2006 había mutado, las relaciones en el vestuario no eran las mejores y el equipo terminó cayendo, en casa, ante el futuro campeón.

Llegó Astrada al banco, que conduciría a esta nueva generación a su primera final internacional, para luego, en plena Libertadores 2009, perder su ascendencia sobre el grupo. La clasificación de Estudiantes se complicaba, había rumores de trompadas en el vestuario y, otra vez, nadie creía en Estudiantes. Ultimo en el torneo local, era evidente que pronto se caería en la Libertadores y se quedaría sin nada. Para colmo, Astrada dejaba el cargo y la dirigencia apostaba fuerte, muy fuerte, a un tipo casi desconocido para el piberío: llegaba Alejandro Sabella para realizar sus primeras armas como entrenador, tras una vida como jugador y otra como ayudante de campo de Passarella.

Y entonces, la barca comenzó a enderezarse: el doble comando Verón-Sabella apeló a la historia para sacar al equipo de sus rencillas improductivas y enfocarlos en su chance de hacer historia. Como una vacuna, la mística fue inoculada y lentamente el torrente sanguíneo del plantel fue absorbiendo no solo conceptos, ideas de juego, sino convicción en que se podía: y el convencimiento hace leones de gatitos pero, además, es un componente clave para la táctica, el motor para que el equipo esté concentrado (porque “un error es un gol...”), para que los relevos se realicen aún sin energías para dar más. Estudiantes, el del orden y el corazón para fundar milagros y construir leyendas, el de la historia que parece siempre inverosímil, siempre una película yanqui de las malas, empezaba a florecer.

Pasaron las fases, con sufrimiento, pasó Libertad, pasó Defensor Sporting, pasó Nacional, copamos Uruguay, cada vez más grande la certeza, como vez más gigante el olor a hazaña, cada vez más cerca esa hermosura de trofeo. Llegó Cruzeiro, el temible, y todos, con Don Alejandro, alérgicos. Pero era lógico: las épicas no se escriben con batallas finales facilongas, contra monstruitos imaginarios. A las finales, como a las ideas, como a la mística, hay que ponerle el cuerpo detrás.

Como prueba allí está esa imagen ícono, poster del film “Estudiantes de La Patria: la leyenda continúa”: Verón, el veterano capitán que podría estar jugando para algún equipo de Islas Caimán y juntando pepitas de oro, se rompe el pómulo y mira, torvo, a su enemigo. Le quieren marcar el terreno, quieren hacerle sentir el rigor, pero ¡pobres! no saben a qué monstruo de hambre primordial despiertan, no saben que sueño de la infancia lo empujó a volver a sus pagos, no saben de la mística y su pelado primogénito. Su actuación en ambos encuentros, una solución mística de cerebro y tesón, pone la piel de gallina de sólo recordarla. Desde el terreno conducía el capitán; desde le banco comandaba el general, El Magno, pedía el imposible: bajar la estrella del cielo, cosas de enamorados, imposibles que Estudiantes vuelve posibles, probables.

¿Aún si te vas 0-0 de tu cancha, si visitás la inexpugnable cancha del Cruzeiro? ¿Aún si podrías haberlo, incluso, perdido? ¿Aún si, Pincha cabulero, te hacen entrar por la Puerta 13? ¿Aún si, en encuentro parejo, tras haber neutralizado a tu rival gracias a la alquímica mente de Sabella, te clavan un gol producto de un disparo imperfecto que roza en el azar? Ah, que bárbaro: los cohetes se agotaban otra vez de los comercios, como en 2008, cuando muchos platenses apostaron al fracaso y al estruendo gozador. Ya los medios te dan por muerto: ¿qué vas a hacer, Estudiantes?

Y entonces, sólo entonces, sólo cuando quedó establecida la imposibilidad absoluta de alcanzar la hazaña, entonces, como confiaban las miles de almas que viajaron a Belo Horizonte con plena seguridad en este conjunto imbuido de la mística que atestiguaron abuelos y padres, que contaron a sus hijos; solo entonces, acudió el León a su cita con la historia.

Primero la Gata, empujando un centro enroscado de Cellay, tras pase inverosímil de Verón: el festejo, brazos abiertos, lágrimas de emoción y algarabía generalizada en cancha y en tribuna, a la retina de la historia del fútbol. El Pincha empataba, ¿no era que no se podía?

Después, Boselli: más rosca imposible al centro del Pelado, rosca de cinco décadas de laboratorio, y el cabezazo de Mauro, arriba, contra todos, como Estudiantes, contra todo. Pim, pum, gol: el Pincha arriba, ¿no era que no se podía?

Con el 2 a 1, iban a tener que matar a los jugadores para hacer un gol: ellos, que habían ya producido en masa banderitas que anunciaban su tricampeonato, terminaban vencidos en su propia casa. Seguro, metieron un tiro en el travesaño que, usted y yo sabemos, lo sacaron para afuera el Ruso y Don Osvaldo: porque eso también es mística. Dirán ojete, siempre la palabra que los no iniciados pronuncian para explicar tanta mística, pero el destino también se construye con el pasado que empuja al corazón a latir más fuerte, que se encarna con el jugador y lo vuelve enorme, invencible, en la adversidad.

“Somos la gloria”, pronunció hace cinco años, lagrimeando, el reproductor y reinventor de la mística, mientras el portador genético del pasado se abrazaba en el césped del Mineirao en una foto para la historia. Andújar, Desábato, Alayes, Schiavi, Cellay, Ré, Díaz, Angeleri, Braña, Verón, Pérez, Benítez, Fernández, Boselli, Calderón, Iberbia, Albil, Salgueiro… Hace cinco años son gloria: pasado místico pero no historia muerta, pasado que crece en el tiempo como leyenda y se encarna en los pibes albirrojos, esos que todavía juegan en el Country, y los empuja a volverse enormes ante la adversidad. La historia no es para los libros: en Estudiantes, la historia es siempre semilla de nuevas historias. La historia vive en nosotros.





lunes, 14 de julio de 2014

Nuestra Italia 90



El lenguaje no alcanza, apenas consigue arañar la superficie: Argentina siente un desgarrarse el alma, un esfuerzo gladiador en vano, vuelto sangre y cenizas en un instante, una distracción fatal como cuando uno cruza la calle mirando hacia el lado incorrecto. Así, así fue el tanto de Gotze para el triunfo alemán, en tiempo suplementario. Y ahora algunos ponen máscaras de sonrisa y tiran petardos, algunos incluso se exceden y tiran piedras y la policía, que también es Argentina, contesta: porque estamos todos más que calientes, porque ese gol será pesadilla de cuatro años.

Alemania es campeón del mundo, y justo: el mejor equipo del torneo, el de proyecto más coherente, formado allá tras la salida de Klinsman. Low, el actual entrenador, era su mano derecha y formó este grupo que ahora lleva dos mundiales, ocho años, jugando de la misma manera. Un ADN, además, que hoy, desde el Bayer Munich y los equipos que han sabido imitar el nuevo modelo, domina el mundo.

Esta Copa es entonces como aquella de 2010 de España, la frutilla en el postre de un proceso planificado: todo lo contrario al equipo argentino, que tuvo tres entrenadores desde el Mundial pasado, además de estar siempre atravesado por la improvisación y la polémica. AFA es insoportable, y también los medios argentinos, que comenzaron buscando cortarle la cabeza al entrenador y hoy lo aplauden. Por todo, seguramente el mejor técnico argentino de los últimos 24 años, Alejandro Sabella, no seguirá en el cargo.

El Magno: responsable de esta final, comenzó escuchando algunos pedidos demasiado públicos de los jugadores y terminó acomodando el equipo a lo que pretendía. Solidaridad, inteligencia, equilibrio, claves del equipo también ayer para contener a los incontenibles germanos: Alemania tuvo una de cabeza en el primer tiempo, y poco más. Aproximaciones, varias, posesión, toda: pero Sabella sabía que aquello era lo que convenía. Que la tenga el equipo de Low, pero sin espacios.

Y entonces hay que hablar, otra vez, de Mascherano. El sólo merece la Copa, y sin lugar a dudas ha sido el mejor jugador del Mundial, el líder de una manada que se sobrepuso a todo tipo de dificultades. Faltaron Di María, Agüero, Higuain, por lesión, tres de los cuatro fantásticos: el otro terminó el torneo con el motor fundido. Masche corrió por todos. Ayer, fue otra vez pulmón y cerebro, el guía de una defensa que nunca se desordenó y minimizó a Alemania, el temible, el del 7 a 1 al vecino rencoroso.

El plan funcionaba: pero los de arriba no. Porque, al revés que lo que se esperaba, el déficit del Mundial fueron los que jugaban solos. Messi pagó una temporada de patadas, y también le peso, ayer, ser el único capaz de conducir a la victoria; Di María se lesionó cuando mejor estaba; Agüero, seis lesiones el año, nunca fue; Higuaín jugó mejor para el equipo que para sí mismo, y nunca alimentó con goles su confianza. Ayer, cuando tenía todo para romperle el arco tras garrafal error en la salida germana, le perdonó la vida al rival. Luego le anularon un gol.

Es que Argentina era mucho más. Esperaba y salía, y con los de arriba todavía frescos y un gran depsliegue de Lavezzi, acumuló chances e insinuaciones. A las dos de Higuaín, hay que agregarle un mano a mano de Messi y otro de Palacio. Todos erraron su cita con la historia, y mucho tuvo que ver el pulso. La Selección podría haber recibido colaboración para marcar si el árbitro hubiese cobrado un alevosísimo penal de Neuer a Higuaín: el arquero salió a lo bonzo y estrelló su rodilla contra la mandíbula del Pipita. El árbitro se disfrazó de Codesal y marcó ¡tiro libre para Alemania! Y la afición local celebró.

Con el correr de los minutos Argentina comenzó a sentir los dos alargues jugados y el estado físico general, que nunca fue bueno. Alemania seguía fresco, andá a saber que toman allá en los feed lots de Berlín, y comenzaba a preocupar. Sabella se la jugó y metió a Agüero para que juegue a espaldas de Schwensteiger, y a Palacio, para jugar de contra: ambos le sumaron preocupación pero le quitaron peso al ataque. Y entonces, la Selección comenzó a jugar en zona de milagros.

Y no hubo mesianismo que nos salve: Alemania encontró una, de la mano de dos que saltaron del banco (Schurle y Gotze), la mandó a guardar cuando el reloj decían que ya eran penales menos cinco, y chau pichi, a llorar al Obelisco. No hubo mesianismo, pero, quizás, sea para mejor: Alemania no tuvo al mejor jugador del Mundial porque fueron un bloque para la victoria, y Argentina, esta Argentina que supo armar, contra viento y marea, contra presiones y lesiones, Alejandro Sabella, tampoco tuvo a una estrella determinante y fulgurante, sino que jugó, ganó y perdió, como equipo.



Como equipo. Hace rato que en la Selección no se sentía esa palabra: decir, siempre, para la gilada; concretarla, pocas veces en muchos años. Acá hubo cofradía, manada de bestias, siempre al borde, siempre acalambrados hasta el alma, heridos por todos lados, cansados de tanto nadar contra la corriente. No alcanzó: y ahora nuestra generación tiene su Italia 90, y recordará con amor, no hay otra palabra, las corridas del Masche, las atajadas de Chiquito, a Rojo, la puta madre, ¡a Rojo rompiéndola!, a Biglia enyesado, al Pipita clavándola contra Bélgica, al Messi líder y volador de la primera fase, al Fideo y ese gol agónico con Suiza. Fue hermoso, después de todo, durar todo el Mundial tras tantos años. Pero ahora hay que bancarse este dolor: faltan cuatro años, el futuro es incierto, y el presente duele con la certeza de que se escapó por nada.

miércoles, 9 de julio de 2014

Las manos de Chiquito, el corazón de todos: Argentina en la final

Los penales eran una condena. Argentina había buscado y buscado, los jugadores habían dejado el cuero, todos mallugados, bendados, golpeados, las piernas atadas ya: pero, en un verdadero encuentro de ajedrez, donde los equipos se neutralizaron y cada movimiento estratégico desde el banco fue correspondido con un cambio del rival, en esa partida mental pero también física, porque cada centímetro regalado era una opción de peligro, y porque había que tener orden y paciencia en una semifinal del mundo, con las revoluciones a dos millones por hora, bueno, en esos 120 minutos de tensión extrema, la Selección de Sabella no pudo encontrar el hueco y se encontró en los penales.

Los penales: allí asustaba Holanda, que en cuartos había pasado también desde los doce pases, con Van Gaal cambiando al arquero para la definición y Krul yendo siempre para el lado correcto. Para colmo, la Naranja no había marrado ni uno, y sus pateadores, fríos y letales como el acero, prometían repetir.

Y con todo esto cruzándose por la cabeza de cada hincha, allá y acá, con todos puteando y morfando uña y buscando calma en alguna costumbre, pateó Vlaar y tapó Chiquito: enorme tapada del golero, yendo hacia su izquierda con confianza, esperando al pateador, agrandándose, conciente de su rol para la historia. Tapando nada más y nada menos que el primer penal.

Y Argentina tomo la posta que sugería el arquero y pateó, todos y cada uno de sus tiros, de modo brillante, confiado. Apenas Maxi Rodríguez, tan feroz pateador, tuvo alguna duda y recibió el guiño de la historia. Si la metía pasaba a la final, ¡a la final!, Argentina, y tiró, y Cilessen tapó, pero la violencia del remate provocó que se le colara y después ya no recuerdo mucho más.

Antes, hubo un encuentro. Un encuentro jugado con enorme disciplina de parte de los dos, con jugadores como Sneijder y Lavezzi, de vocación ofensiva, prestándose solidarios al retroceso, partes indispensables de los mecanismos de neutralización de los dos equipos. En esa tironeo por ver quién se quedaba en la cama del partido con la manta corta que es el fútbol, quien conseguía taparse y quedarse con todo, quien conseguía desnivelar sin desprotegerse, Argentina estuvo más cerca, e incluso, mientras tuvo piernas, fue el que más propuso. Volvió a mostrar una evolución, como en cada encuentro de la ronda final: cada vez más sólido, llega a la final lejos de aquella imagen de los primeros encuentros donde los roles parecían confusos y los intérpretes no parecían sentirse cómodos.

Hoy Argentina, Argentina equipo, con Messi absolutamente rodeado, sin Di María, sin Agüero por bastante tiempo, Argentina grupo, Argentina pandilla que se revela contra las adversidades y se entrega por el de al lado, se metió en la final: se viene el monstruo alemán y la final será un clásico de copas del mundo... pero eso lo empezaremos a pensar mañana.

sábado, 5 de julio de 2014

Cruzó el Rubicón

Veinticuatro años, un montón, una vida sin Argentina en semifinales. Dos generaciones enteras de futbolistas llegaron hasta ese límite, hasta cuartos nada más. Esta Selección, que crece y crece, se rebeló a esa marca ominosamente presente como una condena: con gol de Higuaín cuando el partido amanecía y gracias a la contención esmerada de los peligros que suponía el rival, sacó a Bélgica y se metió en semis, después de cinco mundiales.

Arrancó derecha la cosa para Argentina, con espacios para circular la pelota, Messi enchufado y, demás, tras un desvío fortuito, un tremendo bombazo de Higuaín, volea de aire sin detener el balón, para sacudir las redes y la mufa que rodeaban al nueve argento. Así lo gritó, otro desahogo más en la historia de Argentina en el Mundial, otro jugador que aparece en el momento justo. Argentina, casi desde el vestuario, se ponía arriba.

Hubo un retroceso en el campo, sí, pero un retroceso estratégico, que apuntaba a liberar espacios para los delanteros y, a la vez, contener a Bélgica, rapidita desde De Bruyne y Hazard. A los cracks belgas les rodearon la manzana y los esfumaron de la cancha, forzando, como tantas veces hacen con Argentina, a que tengan la pelota los que no deben. Con Biglia y Masche en el centro, y la entrega para el retroceso de Lavezzi, casi volante, la Selección no solo controlaba la trama del partido, sino también conseguía las mejores aproximaciones.

De una habilitación deliciosa, de hecho, que lanzó perfecto Messi desde detrás de mitad de cancha, llegó una de las más peligrosas para Argentina: Fideo enganchó ante Kompany, pero el del City no se comió el amague y tapó el disparo. En la caída, Di María sufrió un tirón y tuvo que salir de la cancha: el jugador ideal para el partido dejaba la cancha y le llenaba la cola de preguntas a más de uno.

Pero Argentina siguió con el plan. Ordenadito, bien agrupado, le copó los espacios en defensa a Bélgica, ahora con un jugador más, porque Enzo Pérez, adentro por Fideo, fue un colaborador más en la recuperación. Con siete jugadores dispuestos al overol, Mascherano no fue obligado a la actuación épica y Argentina conseguía, por primera vez, el equilibrio tan mentado.

El partido, por más sufrimiento que hayamos sentido, siguió por esas vías, controladito, sin chances para una Bélgica atrapada en la telaraña. Llegaron rápido los cambios cantados del equipo europeo, entraron Lukaku y Mertens y comenzaron los bochazos largos para pasar por arriba una media cancha que la Albiceleste controlaba.

Argentina retrocedía cada vez más, producto de los nervios y de la presión del rival, y también, con Messi y Lavezzi cansados e Higuaín muy lejos, terminó el partido jugando muy largo, lógica consecuencia del trajín del encuentro. A pesar de todo, las dos llegadas más claras fueron para la Albiceleste: deliciosa contra de Higuaín que aprovechó el arrastre de marcas de Pérez para encarar, tiró un caño y disparó al travesaño, cuando corrían 30 del segundo tiempo; y luego, en el descuento, escapada de Messi mano a mano y, ante las dudas y las piernas pesadas de la Pulga, el lucimiento de Courtois.



Y se fue el partido y llegó la celebración. La Selección jugó su primer gran encuentro en Brasil, sufrió solo por el resultado corto, y sobre todo: Argentina fue un equipo confiable (gran tarea de la zaga central y también de Basanta, contenido pero oficioso) y, como con Suiza, apareció el hambre que sirve para superar los problemas y cohesionar las voluntades. El equipo, como le gusta mucho a Sabella, preocupó en ataque sin despreocuparse de la marca, se desdobló con emotiva solidaridad, y corrió y corrió y corrió, hasta romper ese límite en que los años habían encasillado a la Albiceleste: chau cuartos, dijo, y sigue de largo, quiere aprovechar el envión.

Un Mundial sin James



Brasil pudo contra sí mismo: porque salió a comerselo, salió a correr la cancha para no tener que pensar, y con abanderados bastante impensados como Fernandinho y David Luiz, arrolló un buen rato del encuentro a Colombia. En ventaja desde el minuto 10, aparecieron con el cansancio las dudas de la Verdeamarelha, pero Colombia estaba en su propio laberinto, sufriendo demasiado el roce sin sanción arbitral que proponía Brasil. Y así, los de Scolari siguen, y jugarán los siete encuentros en casa.

Quien no sigue es James Rodríguez. Cuando Colombia perdió a Falcao en la previa del Mundial, muchos de los que lo vaticinaban como potencial sorpresa se llamaron a silencio: el Tigre era más que la máxima figura, y no emergía del grupo conducido por Pekerman un jugador capaz de cambiar el tono de los partidos con un arranque. ¿Rodríguez? Un nene, solo 22 años y sin demasiado roce en el campo internacional, relegado hasta el momento a las ligas menores. Hoy, ese nene se va del Mundial goleador y con un pase tasado por Monaco en 75 millones de euros.

Rodríguez fue señalado por Pekerman, ante la baja de Falcao, para conducir los hilos no solamente futbolísticos sino también los hilos del destino. Y el primer encuentro le costó: James, ese talento que había deslumbrado en Banfield para luego perderse en las ligas no televisadas del mundo, ese crack que aparecía en los encuentros de Eliminatorias y pintaba caras, ese pibito lució sin su desfachatez habitual. No tuvo, en aquel debut ante Grecia un gran encuentro: apenas marcó un tanto y dio dos asistencias.

Un señor jugador, el colombiano con cara de bebé: a los arranques de habilidad sumó panorama y pausa para hacerse dueño del equipo. Y que es el panorama, después de todo, que imaginar los mismos huecos para el pase profundo que para la gambeta.

Tras aquel encuentro inicial, James estalló todos los pronósticos. Neymar se apagaba, CR7 sufría, Lucho Suárez mordía, y apenas Messi y Robben ejercían lo que se esperaba de ellos. Rodríguez superaba todo lo imaginable, y conducía a una desfachatada selección cafetera hacia octavos primero, y luego a cuartos, tras vencer sin oposición a Uruguay. El equipo de Pekerman era cosa seria, y lejos de la indisciplina de otras selecciones colombianas, éste incorporaba mesura e inteligencia a esa natural desmesura de talento y vértigo. Rodríguez encarnaba el ideal del equipo de José: talento al servicio del equipo.

El Mundial se queda sin uno de sus mejores jugadores, uno de esos que hacen que la gente se levante de las butacas, de los que cambia los partidos. En su encuentro final sufrió patadas y una marca férrea de una selecciçón brasileña cuyo plan A no era pasársela a Neymar sino anular a James: todo un reconocimiento, replicado en el cierre del encuentro cuando media selección verdeamarelha fue, rendidos al talento, a consolar su angustia y ofrecerle un abrazo. Estarían ellos también tristes: hay jugadores que vuelan, contienen el aliento de multitudes e invitan a soñar con imposibles.

martes, 1 de julio de 2014

La rebelión



¡Gol carajo! ¡Gol la puta madre! ¡Gritalo carajo gol carajo gol!...

Todo, desde el minuto 118 hasta el 120+4, es descontrol puro. Los jugadores se vuelven montaña. Festejan eufóricos, desahogo y alivio por evitar los penales. Gritan un rato larguísimo y el juez adiciona tres minutos en castigo: tres más, los mismos tres que sumó a los segundos 45, una locura.

Y vos, y yo y todos, nos agarramos los pelos, el izquierdo ya dolorido, nos dislocamos los dedos haciendo cosas alquímicas que no comprendemos del todo. Y vos, y yo y todos, nos tiramos al piso abatidos por la angustia: Dzemaili cabecea al palo y después el balón le rebota… y sale. No podemos más. Terminalo, le gritás al televisor. En la tele no te oyen y le dan tiro libre a Suiza, ahí a centímetros del área, penal con barrera con ya tres y pico de adicional, ¿qué te pasa Eriksson? La FIFA puso un árbitro UEFA y te parece que ahora todo cierra, imaginás una conspiración mientras se prepara Shaqiri, el bueno de ellos, y tarda una eternidad, gestando paros cardíacos a lo largo y a lo ancho de nuestro país.

Patea Shaqiri.

Pega en la barrera.

Pita el pirata sueco.

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Todo tiembla. Todo suda. Porque antes hubo un partido frustrante, dificilísimo, una prueba en la cual Argentina sacó pecho y dio muestra de que, más allá de que los jugadores estén tocados, más allá del esquema, del rival, hay hambre. Argentina venció a Suiza 1-0, con gol de Di María en el minuto 119. Argentina se venció a sí mismo, primero que nada.

Porque Suiza vino con el libreto bien estudiado y le pasó la pelota (literalmente, casi) a Argentina: los de rojo esperarían bien agrupaditos apostando a la contra, la fórmula para encontrar espacios en este Mundial donde todos estudian como achicarlos. El mismo planteo que hiciera Irán, que, más allá de los aciertos del rival, desnudó el nivel bajo de los delanteros argentinos.

La Suiza de Hittfield replicó, apostando a la velocidad traviesa de Shaqiri en la contra: y bastante complicó con esta fórmula en la primera etapa, donde Argentina sufrió, volvió a ser ese equipo rendido ante las telarañas del rival, rehén de la estrategia ajena, incapaz de plantear las condiciones. Los europeos, esperando y saliendo, llegaron más que la Albiceleste de Sabella.

Lo lógico: los de camiseta roja trataron que los buenos de celeste y blanco no se asociaran. Cortó el circuito de juego desde Gago, atrapó a Messi en un mar de piernas, cortó con falta los vuelos iniciales de Di María y, sin circulación rápida, Argentina tocaba de forma horizontal y dependía demasiado de la subida de los laterales para sorprender. No son Rojo ni Zabaleta quienes deben salvar a Argentina.

El fútbol es fútbol y ajedrez, y el ajedrez ha complicado a más de uno que sólo pensó en el fútbol y ha discutido al menos las viejas jerarquías futboleras: hoy, cualquiera puede ganarle a cualquiera en un partido. Pero también, el fútbol es actitud: cuando la cosa viene torcida uno puede elegir acompañar la caída o rebelarse: Argentina traía en este Mundial más aceptación de la mala que rebeldía, pero la cosa fue distinta en la segunda etapa. Los de Sabella salieron a ganar: como con Nigeria, con más movilidad y predisposición, aunque duela cada metro recorrido, la cosa cambia. El segundo tiempo fue todo argentino: la pelota paseó por el campo suizo sin que los rojos la tocaran, inofensiva, sí, pero al menos esbozando algo del equilibrio imaginado por Pachorra.

Ahora, ante el abrumador dominio de la posesión por parte de Argentina, fue Suiza el que aceptó el rol que proponía su rival. Ahora sí, Argentina imponía condiciones: la contra de los europeos quedó casi desactivada, demasiado largo el rival, demasiado partido, ocupados 9 de sus 11 jugadores en marcar detrás del círculo central. Las intentonas aisladas del rival, además, eran desactivadas por un feroz Mascherano, el jugador argentino del Mundial, el jefe, el sólo el equilibrio; y por Marcos Rojo, de enorme torneo y hoy jugando un partido de emotivo despliegue, de esos que desgarran el corazón: siempre el jugador que más corre, esta vez terminó en una pierna, acalambrado, pero sin haber errado una sola jugada, en ataque y defensa.

La aglomeración de gente provocó que, aún corriendo y buscando, Argentina no pudiera: la presión, el reloj, el rival también, claro, fueron todos condimentos de una Selección que buscaba pero no encontraba. No aparecían, además, Di María y Messi, las cartas de la victoria que tenían mil hombres encima, a pesar de que Sabella los cambiara de punta. Empujaba pero sin poder atinar, como a ciegas. El suplementario que aparecía en el horizonte apuró las decisiones y se fue el partido en nervios y desaciertos.

Los 30 minutos extra son una de las instancias más difíciles y crueles de jugar. Un gol en contra es casi condena, y muchos, agarrotados, comienzan a firmar los penales. Suiza, que por haber hecho menos gasto estaba más entero, se mostró, tras alguna prueba tibia, dispuesto a hacer todo para llegar a esa instancia. Y Argentina… no podía más. Ya estaban Basanta y Palacios en cancha, pero el segundo, que ilusiona por su velocidad y su capacidad para encontrar el hueco, no tenía espacio para desarrollar su velocidad, ni socios a esa altura para aunque sea arrastrar una marca.

Y entonces, Di María: desaparecido en todo el torneo, quien asomaba como un potencial Messi bis venía decepcionando. Pero en los 30 finales fue él el que tomó la lanza, el que cargó la responsabilidad, el que quiso ganar más que nadie. Encaró y encaró, y descubrió que el rival también estaba muerto y agarrotado, y siguió encarando. Todas, claro, terminaban mal. Una pierna, un cruce, un foul, evitaban el gol. Parecía que no había modo.

Lo horca marcaba 119. Suiza tocaba en el fondo, saliendo sin apuro, esperando el pitazo. Palacios presionó, y con bastante fortuna se la llevó: premio al mérito de ir a buscar una pelota que no traía consecuencias, el jugador del Inter levantó la cabeza y se dio cuenta que Suiza estaba quebrado, los mediocampistas salían al ataque y los defensores comenzaban un panicoso retroceso. Para colmo, Messi venía de frente, levantando vuelo como no había podido hacer en todo el encuentro, absorbido por Behrami-Inler, el doble cinco suizo.

Palacios controló la pelota y pasó a La Pulga. Messi corrió contra la defensa suiza que volvía sobre sus pasos, la peor forma de marcar al rosarino. Aunque, claro, salirle al cruce a Messi, en pleno vuelo, con espacios, es fórmula para el ridículo: el central suizo lo intentó, el 10 lo pasó fácil y el lateral Rodríguez no supo si tomar a Lío o a Di María.

Porque Fideo venía, por derecha, como una tromba: el último pique. Y Messi, inteligente y generoso, esperó un segundo a que lo tomara la marca y entonces pasó al jugador del Real, que pisó el área sin marca, tocó de zurda al segundo palo y venció, al fin, tras una vida de parir, a Diego Benaglio. Un gol que vale oro.

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Es la hora del grito. Argentina fue el único de los dos que se rebeló a la narrativa empatada del encuentros, a los penales, y por eso, por insistir cuando otros desisten, ganó, con épica de la que se cuentan las grandes historias. Jugó, además, su mejor encuentro, sobre todo a partir del segundo tiempo, y ante el rival más fuerte que le ha tocado en el Mundial. Ganó la partida de ajedrez, ganó el duelo de paciencia y también el encuentro de fútbol: y así, sufriendo porque si no no vale, está en cuartos.