miércoles, 27 de abril de 2011

Ruso


Cuando en 1994 Estudiantes descendió tenía 9 años. El barrio me había hecho del Pincha pero era un pibe en una era sin televisados y no entendía demasiado el juego. Fue aquel descenso, y las consecuentes cargadas insoportables que me hicieron llorar de rabia, lo que por orgullo y bronca me convirtió en hincha furioso.
En aquella gloriosa temporada, pedía ir a la cancha todos los fines de semana: a los pibes del barrio, más grandes que yo, al kioskero, rabioso pincharrata, y a mi viejo, bostero sin mucha convicción (y cada vez más pincha), en última instancia. A veces la gente del barrio no iba y yo mentía, inventaba compañías incomprobables (el papá de un fulano imaginario, mi preferida) y me aventuraba solo al estadio. Sacaba la entrada, me miraban medio raro pero nadie decía nada y, desde el alambrado o la ochava (únicos lugares donde a un petiso no lo tapan) seguía aquella lujosa formación. Por supuesto, mis ídolos eran los habilidosos, como suele pasarle a cualquier pibe obnubilado por los goles, el taquito y la gambeta. Además del enorme Mago,  me entusiasmaba el incipiente Gastón Córdoba, por ejemplo, y, claro, la Brujita, que por aquella época era para mí mucho más importante que el cuento de hace siglos que era su viejo. Me volvían loco, como me volvía loco aquel equipazo arrollador que ganaba en cualquier cancha.
Pero los partidos de noche eran distintos. El control paternal se volvía menos displicente y la mentira no corría. Para colmo, si era día de semana, como solía ocurrir, nadie podía ir y en general terminaba escuchándolo por radio, imaginando maravillas o cataclismos que sólo ocurrían para el relator, esperando los goles por Dardo Rocha TV. Pero aquella noche estaba encaprichado. Jugábamos con Los Andes, aun en la primera fase, cuando el equipo todavía adeudaba partidos y perseguía al líder Colón, donde todavía no estaba claro que volveríamos a ser de primera. Aquel partido, no recuerdo por qué, era importante. Quedábamos cerca de la punta, o directamente punteros. Había que ir. Mi viejo accedió (no por vez última) a los ruegos de cancha del nene, pero pidió ir a platea porque “sino no se ve nada”.
Los Andes asomaba accesible para un equipo que no respetaba a nadie de la categoría y pasaría luego por arriba a los Sabaleros, los otros candidatos. Pero el partido era una lágrima, trabado, duro, Estudiantes nervioso, sin respuestas. Y se extinguía el tiempo con empate clavado en cero. Yo batallaba con los nervios que nunca supe controlar y con la terrible desaprobación de mi viejo, cada vez más hundido en el asiento, maldiciendo entre dientes haber ido a ver semejante embole. También se colaba en mi malestar la bronca anticipada a las cargadas del otro día: cuando Estudiantes ganaba nadie decía nada en general, pero cuando no podía ganar, enseguida sobrevenían las burlas de todo tipo. Se trataba, de hecho, de un escenario terriblemente estresante para un pibe de nueve años.
Y entonces, el recién ingresado Gastón Córdoba, uno de mis protegidos (quise, lo admito, imitar su corte de pelo medio tazón), mete gambeta y pase en cortada, para eso lo pusieron, y le hacen penal a Caldera. Iban como cincuenta minutos, no exagero. Alegría total, pero rápidamente contenida, festejo hecho nervio puro, vuelto uña masticada hasta que duele. Había que meterlo. Había que meterlo. ¿Quién patea?
Y la pelota la agarró el Ruso. Para un chico los defensores pasan desapercibidos. El Ruso era ídolo en el barrio, pero yo quería jugar como Capria y no daba mucha pelota a lo que pasaba abajo. Así que en el Ruso no pensaba mucho en esas tardes de plaza platense. Hay cosas que son así, que se meten debajo de la piel sin que te des cuenta. Así era el Ruso.
Porque cuando agarró la pelota, yo, que era una madeja toda deshilachada de nervios y miedos, me calmé. Hasta me sonreí, me paré en el asiento y empecé a alentar. El Ruso no lo erraba. Era, en la superficie, la certeza de que este tipo le rompe el arco, claro. Pero era mucho más. Lo que sentí fue que el Ruso no lo erraba porque no lo podía errar, porque no pensaba fallarle a sus compañeros, a los que se habían matado junto a él para alcanzar la victoria, a los pibes que habían ido a la cancha un día de semana a ver un partido de la B. El Ruso no te fallaba, el Ruso estaba siempre que lo necesitabas: así lo dicen aún hoy a propios y extraños sus compañeros de aquellos días. Así era el Ruso, por eso inspiraba confianza. Todos confiábamos en él. En aquel equipo de tanta sutileza, el más confiable, el elegido para patear el último tiro, era el Ruso.
Acomodó la pelota, y sin más preámbulo, como para no hacerle sufrir más al pueblo al que se debía, le rompió el arco nomás. El delirio estalló en las tribunas, hasta mi viejo saltó del asiento y lo gritó conmigo. Y entonces lo vimos: la estampa de un héroe, caminando, y no corriendo y moviendo los brazos, caminando seguro, gigante, hacia la tribuna del Albert Thomas, con dos, tres, cuatro tipos colgados y tratando de tirarlo, gritando el gol con todo, como un alarido, pero no eufórico y desencajado, sino seguro, victorioso, glorioso, reo: ¡Estudiantes, carajo! ¡Esto, me decía el Ruso (porque yo era un pibe y creía que me hablaba a mí), esto es Estudiantes! No es el equipazo paseador y lujoso que era aquel Estudiantes en la superficie; es el equipo que aparece cuando lo hacen enojar, el que no se da por vencido, el que  gana no por sus recursos individuales sino por la garra, por el empuje y la insoportable perseverancia de esa cofradía de matones incomprendidos que es Estudiantes de La Plata. De ese equipo ingobernable era capitán el Ruso Edgardo Prátola.
El Ruso es Estudiantes. Nunca se dio por vencido, nunca le faltó garra, siempre fue pura entrega. Hace nueve años se nos fue, después de ganarle varias veces a la muerte, después de jugar un clásico con varios kilos menos, sin que nadie lo supiera, y ganarlo. Se nos fue pero se quedó adentro de todos. Se nos fue, pero antes de irse nos dijo que no había que preocuparse. El Ruso tenía fuerzas para todos, dijo. Y era cierto, nomás, porque la fuerza del Ruso sigue empujando al equipo, en forma de mística, en forma de ejemplo, en forma de símbolo, cuando las papas queman y uno necesita esa tranquilidad de que el penal va a entrar y vamos a ganar, contra todo, contra todos.

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