domingo, 17 de abril de 2011

El orden global

Por JOSÉ LUIS DE DIEGO para EL DIA
Ocurrió en un congreso de literatura, hace años. Hablaba un profesor francés y el tema de su exposición era la violencia en América latina y su representación en la literatura. De la consabida referencia a los dictadores luciferinos sedientos de sangre, que pueblan las páginas de Gabriel García Márquez, de Alejo Carpentier y de Augusto Roa Bastos, entre otros, el expositor se remontó a un pasado de violencia más o menos naturalizado y a un presente en el que esa naturaleza díscola se manifiesta en la alta inestabilidad política, en las enormes dificultades para consolidar democracias duraderas, en sociedades pocos menos que indomables, fácilmente seducidas por el populismo, la demagogia y la corrupción. Su exposición terminó por irritarme, no por lo que decía, sino por todo lo que no decía, por lo que taimadamente ocultaba. Le dije que lo desafiaba a contrastar un mapa de América latina de fines del siglo XIX y un mapa actual, y después repetir la operación con Europa. Con posterioridad a la absurda e injusta Guerra del Paraguay, poco y nada ha cambiado en nuestro continente; en los últimos cincuenta años, un conato de guerra abortado entre Argentina y Chile, unas escaramuzas entre Perú y Ecuador, una batalla sólo retórica entre los Presidentes Chávez y Uribe, y nada más. Pueblos pacíficos que han soportado injusticias seculares, desigualdades históricas y tiranuelos de todo color sin agredirse, sabiendo convivir como buenos vecinos. ¿Hace falta recorrer el mismo mapa, pero de Europa? Dos guerras mundiales con su secuela de millones de muertos, Holocausto, genocidios, soluciones finales, exterminios de pueblos enteros, campos de concentración, cámaras de gas, gulags siberianos, despóticas dictaduras, Estados totalitarios; y eso por sólo mencionar lo que hicieron en Europa, porque también podríamos detenernos en lo que los europeos hicieron fuera de casa: los franceses en Argelia e Indochina, los holandeses en el sur de Africa, los españoles y portugueses por nuestras tierras, los ingleses en la India y, todos lo sabemos, en unas islas del sur argentino. ¿Es posible que sean tan caraduras de seguir sosteniendo que somos nosotros, los latinoamericanos, los que hemos naturalizado la violencia, los políticamente inestables?
Los de América latina son pueblos pacíficos que han soportado injusticias seculares, desigualdades históricas y tiranuelos de todo color sin agredirse, sabiendo convivir como buenos vecinos


No estoy idealizando a nuestro continente. Como sostiene con lucidez García Márquez en su estupendo discurso de recepción del Premio Nobel, en 1982, "la violencia y el dolor desmesurado de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a tres mil leguas de nuestra casa". Y es cierto: no hay por qué ser tan infantiles de endilgar la culpa de todo lo que nos pasa a la maldad congénita de los imperios; también nosotros hemos sabido engendrar (y tolerar) a quienes nos vienen maltratando desde tiempos inmemoriales. Pero reconocer la génesis y la magnitud de nuestras carencias no implica suponer acríticamente que la Europa, culta y civilizada, y los Estados Unidos, cuna de la democracia y orgullo del mundo libre, eso que ahora llaman el orden global, constituyan el ejemplo de nada, sino más bien un contraejemplo de la ambición sin límites, de la violencia racial, de la acumulación de poder y dinero embadurnados en sangre; en suma, de eso que solía llamarse capitalismo.

WALSH, CHAVEZ Y LIBIA

En noviembre de 2007 estaba en España, justo en aquel momento en el que el Rey Juan Carlos, indignado por la verborragia de Chávez, le gritó el ahora célebre: "¿Por qué no te callas?". A mí me pareció un episodio gracioso, porque alguien le paraba el carro al Presidente charlatán y porque el Rey demostraba su lado irritable y humano. Sin embargo, la reacción del español medio y de la mayoría de la prensa fue verdaderamente indignante. Dicho con más elegancia, lo que sostenían era que el Rey no podía rebajarse a contestarle de esa manera a ese negro trompudo y sudaca. Esa reacción, monárquica, imperial, racista y rancia, la advertí incluso en algunos republicanos, de reconocida fe antimonárquica. Lo que estaba en juego no era, entonces, la figura del Rey, sino, otra vez, la civilizada Europa contra los indígenas indóciles y brutos.

Hace unos días, la Facultad de Periodismo y Comunicación Social le otorgó el Premio Rodolfo Walsh a Hugo Chávez, Presidente de Venezuela. La decisión me sorprendió. A mí jamás se me hubiera ocurrido darle a Chávez ese premio, y confieso que tengo muy pocos argumentos como para salir en defensa del premiado. Nunca simpaticé con el régimen venezolano de Chávez y menos puedo imaginarme un premio a esa figura por sus contribuciones al periodismo. No obstante, tuve una sensación similar a la de 2007 en España, porque me irritaron mucho más los argumentos en contra que los muy débiles argumentos que pretendían justificar el premio. Hubo quienes colocaban a Chávez en la misma bolsa que los dictadores del norte africano, y precisamente en esos días, mediante una decisión inconsulta, caprichosa y terrorista, aviones franceses y norteamericanos comenzaban a bombardear Libia. Lo que quiero decir es que es mucho menos grave, muchísimo menos grave, que un país sudamericano tenga como Presidente a un militar demagogo y de gesto patoteril, que, una vez más, las fuerzas armadas del "orden global" invadan, ataquen y asesinen a quien o a quienes se les antoje, con la complicidad muda del mundo civilizado.

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