domingo, 20 de mayo de 2012

Chelsea: a true underdog story




Cuando empezaron las semis, Chelsea pagaba 12 a 1 sus chances de doctorarse en Europa. Jugaba contra el todopoderoso Barcelona por semis y, siendo sin dudas el menos rutilante de los cuatro mejores, era tachado por una amplia mayoría. Eran días en los que se suponía que la final era cantada, y que a lo sumo el que tendría problemas sería el Real frente al Bayern, siempre presente en las instancias finales de la Orejona.

El fútbol de alto rendimiento deja muy poco espacio para este tipo de historias: los que más petrodólares bajan se aseguran actuar en los escenarios grandes, y el resto, por más que académicos y seudointelectuales sostengan que se trata de un deporte impredecible (bueno, al menos es el menos predecible), lo mira por tevé. Así de crudo es el fútbol europeo superprofesional y privatizado hace años, pero que en la última década recibió el influjo económico de mafiosos y empresarios interesados en hacer ganancia o hacer negocios. Sus aportes son inversiones que esperan recuperar más fuera de la cancha, en esponsoreos y merchandising (y quien sabe qué tipo de turbios arreglos en pases de jugadores y centrifugado de dineros), aunque por supuesto todo va atado y las grandes competencias son grandes vidrieras donde vender el producto. Sin demasiado lugar para las malas inversiones, la victoria, la gloria, y también la derrota, son valores menos románticos, cada vez más económicos.

Bueno, en el mapa de inversiones grandes para esta temporada, el equipo del magnate ruso Roman Abramovich no figuraba. Hace un par de temporadas que el Chelsea se prepara, como mucho, para el segundo pelotón de una liga que amenaza con volverse igual de polar (en el sentido dicotómico y frío del término) que la liga española: en la isla pirata se florean los Manchesters, preparados para el salto internacional, como entre los ibéricos pasean el Barsa y el Real. El efecto mediático de esta temporada fue traer a una especie de Mourinho (palabra mayor en Londres), Andre Villas-Boas, un viejo ayudante de Mou con similar capacidad labial, una imagen políticamente mas correcta, la misma nacionalidad y un currículo tan ganador. La plantilla, en cambio, apenas se renovó. Mantuvo las bases, dirán los diarios que trataron de viejitos a este Chelsea en una especie de cruzada brancaleonina por la esquiva Champions: esa que Cech, Ashley Cole, Ferry, Lampard y Drogba perdieron en 2008 por penales ante el United, y que les fue negada al quinteto en semis en 2007 (frente a Liverpool) y en 2009 (ante el Barsa); además, desde que Abramovich se hiciera cargo en 2003, el Chelsea metió semis en 2004 con Terry y Lampard, y en 2005, con Cech ya en la portería...

MONEYBALL

Quienes minimizan la victoria del Chelsea realizan una operación sinecdótica al desprestigiar a Roman Abramovich como modo de desprestigiar una victoria alcanzada con un estilo futbolístico que no respetan. El argumento abramovichiano es por ende tendencioso, pero además resulta falaz, al omitir mencionar que todos los clubes grandes europeos son hoy financiados por inversiones provenientes del medio al lejano oriente. El caso inglés, que analizamos recientemente, quizás sea el más resonante, el más evidente en su operatoria, al ser los inversores (Abramovich, QPR, United, City, Liverpool, buscar mas) quienes se hacen cargo de dirigir los destinos de los equipos, controlando fuertemente su inversión y aprovechando también para limpiar dineros obtenidos en la ilegalidad y realizar negocios beneficiosos. Pero en España, con los fondos de inversión cada vez más comprometidos en las finanzas de los clubes, las giras del Madrid por China y el esponsor qatari del Barsa, no se han quedado atrás, como tampoco en Italia, con Berlusconi como caso saliente de un fútbol manejado por los millones turbios de empresarios y figuras públicas.

Bueno. Como los A's de Oakland, los de la película Moneyball, el Chelsea de los pocos refuerzos (Mata como figura saliente), de los viejitos y del DT desconocido que reemplaza a un técinco echado en medio de una crisis futbolística, se encontró en semis entre gigantes de la industria, equipos preparados económicamente para disputar esos cuatro partidos. Y no se achicaron. Quizás porque no tenían nada que perder. Quizás, porque los curtidos guerreros azules tenían todo mucho más clarito que los españoles, que ya jugaban la final antes de vencer a sus rivales y que se presionaban unos a otros desde los medios: las finales, sabían Drogba, Cech, Lampard a base de perderlas, hay que ganarlas. Y la cansada cofradía de los azules jugó sabiendo que estaba ante el canto de cisne de su hermandad: defendió cada centímetro del campo, se fajó en cada centro, nunca se dejó noquear por los golpes: ni siquiera cuando el Napoli le clavó el tercero en Italia y decretó un 1-3 que lo dejaba prácticamente afuera en octavos; ni siquiera cuando el 0-2 en el Camp Nou anunciaba lluvia de goles.

Por supuesto que también tuvo un culo bárbaro. Estuvo muy cerca de quedar afuera tras caer en el San Paoli (en la vuelta metió el gol que lo llevó al alargue a cinco del final), y contra el Barsa fue ayudado no sólo por su inteligencia pragmática sino por los palos. Pero a la suerte el Chelsea le agregó sudor, mucho sudor, y la única herramienta capaz de superar la brecha económica entre los demás finalistas y el “modesto” Chelsea, y convertir a un mediopelo internacional en campeón de Europa por primera vez en su historia: la inteligencia. Mañana algunos diarios quizás no salgan, ofendidos por el despliegue antifutbolístico que inunda el planeta.

UN TAL DI MATTEO

Cuando el Napoli venció al Chelsea 3-1 en la ida de los octavos de Champions, con la Premier ya lejos, el efecto Mou buscado con Villas-Boas ya cansaba. La partida del portugués, en un mundo de inversiones, se volvió lógica. Dejó el cargo y nombraron en su lugar al ignoto Di Matteo: un experimento rarísimo en aquel momento, dejar en el cargo en el otoño de varios estandartes del club al asistente del DT saliente como una especie de DT interino, para terminar la temporada aparentemente sin objetivos de modo decoroso. Pero Di Matteo causó una pronta revolución: apuntó todos los cañones en la Champions, consiguió un milagroso pase en tiempo complementario frente a los italianos y, en silencio, luego de pasar los octavos dando lástima, comenzó a transitar esos cinco últimos partidos donde hasta el que sabe que no puede, cree que puede.

Ahora, casi nada es fruto solo de la casualidad, o de la suerte, o de la improvisación: si no no llegarían siempre los mismos. Y este Chelsea dado por muerto, el de los viejitos piolas, llegó al menos a instancias semifinales en 2004, 2005, 2007, 2008 y 2009. Algo sabían. Di Matteo sentó unas bases humildes, reformulando el equipo para una labor que terminó siendo perfecta para los experimentados blues: aguantar hasta que, con un rival frustrado, llegara la chance. Y la chance llegó. Una y otra vez. Inteligencia y paciencia: la madurez del Chelsea fue el gran arma que supo explotar este tano, que convirtió un grupo desbandado en una manada de panteras acechando en la sombra.

El Chelsea pasó al Benfica con tranquilidad, y luego al Barcelona en aquel partido que derrumbara todo lo esperable. Antes del partido final, se quedó con la FA Cup ante uno de sus rivales más ásperos, Liverpool. La temporada del Chelsea estaba hecha, y muchos imaginaban que si el Barsa no había podido, por impericia y mala fortuna, vulnerar a los de Londres, bueno, la suerte se acabaría ante la poderosa ofensiva del Bayern, los viejitos se conformarían con su copita y demás sandeces.

DE ARCO A ARCO: UN ELEFANTE, UN CASQUITO Y LOS DESTINOS TRAGICOS

Cuando anotó Muller para los alemanes, con apenas 8 minutos de juego restante, llegaron las declamaciones de los moralistas: que no se puede defender tan cerca del arco, que se veía venir, que se lo merecía el Chelsea por su mezquindad. Pero la fórmula del Chelsea parecía clara aún antes del match, donde la única probabilidad de sobrevivir a la final para los de Londres, sin Ramires para colmo, residía en defender y depender de Drogba. Era una estrategia, en verdad, mucho más riesgosa que salir a intercambiar golpe por golpe, perder por dos o tres goles y quedar bien: el Chelsea quería ganar, no le importaba agradar a los esteticistas de siempre. Pero de todos modos, aquello sí parecía el final: el gol del Bayern obligaba al Chelsea a atacar, su mayor deficiencia, y a convertir un gol, otro de sus problemas, en ocho minutos. Fue todo corazón, el Chelsea. Y de un córner, con 88 en el reloj, con la desesperación en el corazón de alemanes e ingleses, llegó el centro para Drogba, el valiente elefante negro que había bancado todo, bajado todo, pivoteado todo, que se las había arreglado para preocupar sin un solo compañero en el radar. Con un cabezazo increíble, girando la cabeza como Linda Blair, clavó el balón en el segundo palo y un puñal en el corazón de los alemanes que coparon el estadio del que era indiscutible local en cancha neutra.

Y entonces comenzó otro cuentito: la increíble historia de Arjen Robben, el hombre condenado a cargar una piedra hasta la cima de la colina, solo para que ésta caiga rodando y haya que volver a empezar. La trágica futilidad de la búsqueda de Robben ya va por su tercer episodio: primero cayó en la final de Champions contra el Inter en 2010 tras buscar alcanzarla durante toda la temporada porque se jugaba en el Bernabeu y buscaba venganza del ninguneo del Madrid; y apenas dos meses más tarde, los mano a mano tremendos errados en la final del mundo con España prácticamente decretaron la derrota de Holanda en la final del mundo. Mucho se habló de aquel equipo español que en verdad lució poco, y poco de los goles claritos marrados por Arjen con mucho frío pectoral. El equipo naranja dependió estratégicamente de Robben, que quedó como pescador esperando el pelotazo del Duende Sneijder; pero, como una especie de anti-clutch-player, Robben pifió las dos chances que tuvo, el partido fue a alargue y Holanda terminó segunda. En esta oportunidad Robben tuvo un penal en tiempo extra para poner un 2-1 que olía definitivo. Y, por supuesto, destino trágico y su mueca desagradable, que parece sonrisa, mediante, atajó Cech.

El del casquito es otro tipo de historia trágica: le tocó una nacionalidad irrelevante y participó sólo de un Mundial, sin pena ni gloria, siendo uno de los dos o tres mejores porteros del mundo. Para colmo en 200, ya tras su única experiencia mundial, un choque de cabezas casi lo mata: le recomendaron abandonar el fútbol, pero el tipo clavó casquito y siguió: “un gladiador”, lo califican sus compañeros, “jugaría hasta con la pierna rota”. Ya con 30 años, Cech olfateaba ésta como una especie de última chance. Pero el checo había responsabilidades claras en el primer tanto, y se tomaba el casquito internamente, sufriendo. Su compañero el elefante negro salvó las papas que se quemaban en la consciencia de Cech, amenazando con perseguirlo por el resto de su vida. Y, ocasión rara en su vida, tuvo revancha, cuando Robben se paró a doce pasos con el alargue ya en juego: le tapó el penal que hubiese decretado la muerte en vida del Chelsea y extendió la dura superviviencia del equipo azul, que siguió bancando hasta los penales la parada, como podía.

El otro que enfrentaba una última chance de conseguir el ansiado trofeo europeo perseguido trágicamente era el gran Didier Drogba. El marfileño, estandarte del coraje, fue el jugador fundamental de este Chelsea amurallado, que dependía de su aguante y su olfato para poder ganar los partidos por medio a cero. Las luchó todas, tuvo su premio a los 88, pero si aquel penal de Robben entraba no hubiera sido héroe ni valiente perdedor, sino villano, porque fue él quien torpemente había derribado a Ribery en su propio área. Cech salvó al marfileño también, al atajar aquel disparo del holandés errante, perseguido eternamente por la fatalidad.

Entre Drogba y Cech, de arco a arco, habían hecho todo lo relevante para el Chelsea. La confrontación final, cuyo resultado suele adjudicarse livianamente a la Diosa Fortuna, tuvo en este caso no tanto una explicación científica como existencial. La heroica resistencia del Chelsea, liderada por el corazón de estos dos viejos guerreros, llevó al cuadro inglés a los penales sabiéndose, ahora sí, por primera vez, en igualdad de condiciones. Ya había estado ahí, con Cech, Lampard, Drogba, Ferry, hacía cuatro años ante el United, había despilfarrado la oportunidad. Esta era su chance, quizás la última: y entonces no dudó. Y la fortuna premió la osadía, como dice el refrán latino: y evaporó los destinos trágicos del marfileño y el checo, redimiéndolos ahora sí definitivamente. Cech tapó el penal a Olic; luego la suerte le guiñó, en el último penal que pateó Shweinsteiger, al dar el balón en el palo. Y entonces era la hora de Drogba, el majestuoso elefante negro. Didier convirtió el definitivo. Le hemos dado muchas vueltas al asunto, pero la Orejona es de ellos porque lo merecían.

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