viernes, 3 de junio de 2011

Yo y mi fútbol






Siempre la televisión encendida con algún partido de tierras remotas, en general sin volumen pero acaparando mi atención casi constantemente, al punto de no escuchar, no ver, no hacer demasiado fuera de esa actividad, me ha llevado a fantasear con un mundo de fútbol puro, todo el día, y ha forzado a mis seres queridos a pedirme, con paciencia y luego no tanto, que reformule esta costumbre mía, que es ya un impedimento a mi vida social y profesional. Les prometo entonces apartarme de mi adicción pero lo hago, claro, a medias, mirando repeticiones de partidos a escondidas por la madrugada, o esperando a quedarme solo en casa para que yo y mi fútbol podamos relajarnos, encontrarnos sin recriminaciones o la sospecha de una recriminación, que siempre es menos tolerable.

Y como es cierto que se trata de una compañía que atrofia mis actividades y dirige mis energías hacia preocupaciones improductivas, ante la obligación de mermar al menos mis horas en presencia de esta mala compañía (el tiempo que uno pasa pensando en futbol, sabrá usted, no puede ser disminuido) y obligado por ende a (¡oh, el horror!) perderme encuentros, goles agónicos, patadas memorables, he pensado durante horas la posibilidad de no ser yo el que disminuya mi tiempo dedicado a la redonda, sino que sea el fútbol el que disminuya su longitud, permitiendo así que personas como yo dispongamos de un tiempo extrafutbolístico mayor para apretujar allí todas las obligaciones laborales y sociales que lamentablemente son ineludibles (por ahora).

Mis planes son sencillos: disminuir cada partido de fútbol a una hora total de duración, distribuida en dos tiempos de 30. El encuentro que hoy disputaron Huracán y Estudiantes es prueba contundente de lo que digo: prender el televisor a las 3 y apagarlo a las 4, sin dedicarle al fútbol más que el tiempo que uno tardaría en merendar, no destruyó mis planes profesionales para la tarde (bueno, en verdad tras el partido me ocupé en escribir sobre fútbol –este texto-, pero lo enmascaré hábilmente como una actividad laboral), a la vez dándome un placentero recreo de mis tediosas labores. El hincha que viaja también agradecería la disminución de tiempo porque en esa media hora ganada existe una diferencia real de una hora, que exagerando un poco marca la diferencia entre perder una tarde entera o un rato: partir, por ejemplo, a la cancha de Quilmes una hora antes del partido, ver dos horas de futbol y llegar una hora despues demanda un total de cuatro horas de mínimo; partir una hora para ver una hora de fútbol y volver demanda tres, lo que en el marco de una tarde se traduce como volver a las 5 que a las 6 de un domingo, notable diferencia para los domingueros de mate y facturas. Ni hablar si el match se disputa en tierras locales, en cuyo caso ir a la cancha es una mera escapada, una salida breve y feliz en medio de un día siempre dormilón como el domingo. Absurdo es pensar que los hinchas dejarían de ir a los estadios por sólo una hora de fútbol: seguramente incluso se sumarían nuevos adeptos, ante la chance de ver el partido sin interrumpir sus actividades por demasiado tiempo.

Incluso, vale decirlo, ganaría el fútbol. Los que se quejan sobre su lentitud extrema, sobre todo en estos pastos pampeanos, verían como el fútbol aceleraría enormemente. Imaginen que un equipo convierte un gol transcurridos 20 minutos. El primer tiempo rápidamente expira y quedan... ¡apenas 30 minutos para revertir la cosa! Todos para adelante, sin toqueteo, a la carga barracas. Pero por ende, para los detractores del vértigo (puro flash vacío, sin consistencia, dirán), el fútbol también se volvería más aguerrido: permitir un gol, con tan poco tiempo para remontarlo, resultaría imperdonable. Los equipos presentarían, en definitiva, versiones más intensas en ataque y defensa, ante el marco menor de tiempo que los oprime mientras los segundos se escurren. Y los conjuntos verdaderamente valientes, los memorables, capaces de sobreponerse al vértigo y la tensión, al miedo y a la desesperación, capaces de tener paciencia a pesar del tiempo que resta, y no por el tiempo que resta, esos equipos serían grandísimos campeones, compuestos por grandísimos hombres que saben jugar al fútbol, hombres verdaderamente inteligentes, hasta sabios, en el manejo de los tiempos y los humores de los matches.

La aprobación inminente de la Copa Argentina va a generar una inédita triple competencia por estos lares, imposible de afrontar con nuestros planteles profesionales necesariamente cortos para llegar a los balances, rellenados con jugadores a préstamo, sin compromiso ni calidad, y con los pibes arrancados de la tierra antes de su madurez, frutos de una cantera diezmada por estas urgencias económicas y deportivas. Pero si cada tres días se disputaran, en lugar de los agotadores 95 minutos de juego, meros 60, esa media hora de diferencia donde las piernas y las cabezas se queman, donde se obliga a ese esfuerzo final que el cuerpo no permite y que incinera los músculos, sería media hora de descanso, media hora de frescura para el siguiente compromiso. La doble y hasta la triple competencia sería viable para los empobrecidos planteles latinoamericanos, y por fin, no se llegaría a los fines de torneo con todos los jugadores lesionados, y nos ahorraríamos esas definiciones por penales donde con la pata dura por los calambres, todos los tiros son suvenires para los hinchas.

Los futboleros obsesivos veríamos nuestra negra inclinación debilitarse en su dominio sobre nuestras vidas. Seguiríamos febrilmente atrapados por todo lo relativo al juego, pero de un modo socialmente aceptable, o socialmente más aceptable al menos. Quienes mejor disimulan su adicción (entre quienes sin humildad alguna me cuento) seguramente consigan que sus familiares cercanos dejen de considerar al fútbol un vicio y pasen a pensarlo como un mero pasatiempo. Y dejen al viejo en paz, con su mero pasatiempo, pensándolo inofensivo. Y yo sé que el sueño de todo viejo es que lo dejen en paz con su fútbol.

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