lunes, 22 de octubre de 2012

Más allá de lo intangible



Estudiantes venía de una mini rachita positiva. Los triunfos ante Quilmes, Racing y Arsenal, interrumpidos solo por una derrota en Mendoza, agregado a la gran irregularidad de un torneo poco sólido, pusieron durante la semana en boca de algunos jugadores la palabra “ilusión”. Por supuesto, los sueños hay que sustentarlos, y Estudiantes está mucho más cerca de buscar la clasificación a la Libertadores, como pidió la Gata Fernández, que de atreverse a campeonar. Porque en la cancha, ayer, jugó contra un Boca 75 minutos anodino y no atinó a atreverse adentro de la cancha.

No se trata de un juicio de valor. El Pincha buscó su negocio en una cancha estadísticamente imposible: intentó el triunfo (de los dos, el que más lo hizo), pero sin arriesgar. Las imágenes finales de un Estudiantes innecesariamente tirado atrás, regalando la mitad de cancha y pateando tiros libres a un área desierta sirven no sólo como parcial explicación de la andanada de Boca sobre la hora, sino como testamento de que lo que buscó Estudiantes con fruición fue no perder. No es que falte tesón o convicción, sino que este equipo no se la cree, no tiene esa osadía propia de los equipos destinados a la grandeza.
Por supuesto que el fútbol argentino da para cualquier cosa, y en rigor, el último campeón con destino de grandeza de nuestro fútbol quizás haya sido el Pincha de Sabella modelo 2010. Y antes, quizás habría que retroceder hasta 2006, al equipo de Simeone. Antes y después se reprodujeron campeones fabricados en una rachita de triunfos y la falta de convicción de los demás. Hoy el Pincha está en ese pelotón falto de piripipí para convencerse y, en los minutos finales, arrasar en lugar de ser arrasado. En esos minutos donde gobierna la desesperación y el desorden, se hacen los campeones: en esos goles sobre la hora, cuando ya nadie más cree. Sin dudas el tanto en Quilmes levantó la moral de muchos en este sentido; pero el empate en La Bombonera acomodó a Estudiantes en el pelotón de los que buscan sumar puntos en lugar de campeonar.
El ánimo y el ánima de Estudiantes, en rigor, no interesan. Porque desde el juego, el equipo de Cagna da mejores explicaciones, sobre todo, acerca de las dos estadísticas que más importan en el fútbol: en los rubros goles a favor y goles en contra, Estudiantes tiene lo que se merece. La suerte no lo ha ayudado demasiado, y tampoco lo ha castigado en demasía. Hace varias fechas encontró la defensa titular: Estudiantes ha recibido 9 goles en el torneo y solo 3 en las últimas 6 fechas, sumándose a la tendencia del no-gol que aqueja al fútbol argentino. Ha conseguido cimentar esta humilde muralla, en gran parte, en detrimento de su ataque. Pero a la manta corta hay que agregarle varios asteriscos.
El problema principal de Estudiantes en ataque surge de las bandas. Los carrileros no son ni laterales ni volantes, y si en el esquema de Sabella ello suponía sorpresa y apoyo al ataque, hoy lo único que genera es incertidumbre. Jara tiene vocación ofensiva, pero está atado a su carril y casi ni participa del juego en cancha rival. Iberbia, más atlético, marca con voluntad y se libera en ataque, pero tira centros indignos de su enjundia. Los dos marcan algo, desbordan poco, centran mal y sorprenden nada. No modifican la ecuación, siendo que posicionalmente su función es justamente esa: aparecer por sorpresa, ser la rueda de auxilio por las bandas, pisar el área a espaldas de los laterales rivales.
Ayudados en su tarea de convertir a Estudiantes en un equipo de ataque sumamente predecible está el fútbol de Román Martínez. Por posición y capacidad, debería conducir el equipo hacia rumbos novedosos. Pero insiste en el pase lateral y en el trotecito, en reemplazo del pase punzante y el pique para desmarcarse. Martínez, sin embargo, no es el eje de todos los males: señalado por muchos simplemente por ser el nuevo, y por las expectativas irrisorias generadas en torno a su llegada, ha hecho bastante más que varios por el equipo, incluyendo pisar el área por sorpresa, clave en el cerrado fútbol argentino. Su cuota de gol, en un equipo sin variantes, no es nada despreciable. Juega, además, lejos de la zona de influencia, incómodo de tan distante que ve el arco.
El caso opuesto a Martínez es Zapata. Toda la semana hubo que escuchar los pedidos por Duvan que desoían las advertencias del DT: Zapata, sin pretemporada, no está para jugar 90 minutos. En ese contexto, la entrada de un referente de área fuerte y rápido explota las agotadas defensas rivales en los segundos tiempos y sigue siendo una excelente variante. El problema, en el fondo, no es si Duvan o no Duvan: es como darle a este equipo no solo el dominio de la pelota, que suele ostentar, sino la capacidad de generar peligro con la pelota en su poder.
Y aquí la encrucijada: para darle más juego a Estudiantes, la solución más lógica parecería ser la reconversión del equipo al 442, un esquema considerado más prolijo pero menos sorpresivo. Volver a Iberbia a su función lateral, donde sobre sus hombros no pesan absurdas responsabilidades ofensivas (o reemplazarlo en ese rol por Ré), y jugar con Angeleri (o el propio Ré) de lateral por derecha. Entonces sí, en el medio, existe la chance de jugar con línea de 4 o con un rombo que libere a Román Martínez y lo acerque a la zona de influencia: cerca del área, cerca de la Gata y los delanteros, tampoco caerían sobre él absurdas obligaciones de quite de balón y traslado demasiado prolongado (lejos de romper líneas, su andar parsimonioso, tan lejos del área, frena los ataques). El esquema, además, posibilitaría jugar con dos volantes reales por las bandas (Gelabert y Jara picarían en punta, pero también andaban en una época por allí Modón, Silva y González, demasiado relegados como para mantener motivación) con la posibilidad de atacar más de lo que deben defender y la chance de formar sociedades en ofensiva hasta ahora ausentes por la distancia que separa las líneas.
El problema con el cambio de esquema es básicamente, que implica tocar la defensa. Sin lugar a dudas el punto alto de Estudiantes, aún con distracciones y sofocones, desmantelar lo que funciona va contra la base propia del manual de cualquier técnico. Entonces empieza el rompecabezas: si desarmamos el tridente ofensivo, ¿podemos jugar con cuatro en el medio y cambiar los carrileros por jugadores de mayor potencial ofensivo? Es una idea arriesgada: Estudiantes, así, marcaría con un hombre menos y muy abierto en defensa por la falta de jugadores en las bandas.
La búsqueda es mucho más compleja de lo que este presente algo tranquilo permite entrever. Pero reside allí justamente el rol del técnico: ofrecer las soluciones concretas en la cancha para que la fe, ese intangible que tienen los campeones, no sea solamente discursiva, un cuentito lindo que se dice en los medios para quedar bien o en los partidos para motivar a los jugadores. Para que lo intangible se vuelva todo lo tangible que puede ser: cuando eso sucede, cuando los equipos sienten que tienen razones para confiar, confían. Y, cuando quedan 10 minutos y hay un tiro libre, van a cabecear al área con todo y con fe. A veces sale, y a veces no. A veces la confianza era menos fundada de lo que se creía. Lo cierto es que sin fe no hay destino de gloria. Porque, como decía Cortázar, sin fe no ocurre nada de lo que debería ocurrir, y con fe, casi siempre, tampoco.

martes, 16 de octubre de 2012

De regreso a octubre: revolución y refundación de Estudiantes de La Plata



El vestuario en silencio. Para el partido faltaba todavía. Don Osvaldo había indicado salir antes y repartir flores entre la gente, como lo hizo en Atlanta. Para que no pase lo que pasó contra Palmeiras. Los tiempos se acortaban, la tensión crecía. ¿Cómo manejar un grupo de leones que está por salir a jugarse el destino, la historia? 

En esas cosas pensaba, 38 años y un día más tarde, Sebastián. Lo rodeaban varios compañeros, que lo buscaban con la mirada, que le pedían con los ojos la palabra sabia que los sacara del nerviosismo. El líder no levantaba la vista, no todavía. Pensaba en los cuentos de su papá, en el vestuario inglés, en el destino. Quería transmitirlo, pero no encontraba las palabras. También él estaba nervioso: era su primer clásico.
Lo que no sabía Sebastián es que 38 años y un día antes, no había nervios sino expectativa: después de todo, Don Osvaldo ya había anunciado el resultado en el pizarrón, y él sabía todo. Faltaba jugar la partida de ajedrez diseñada por el Gran Maestro y recibir el premio: la eternidad. Miedos hay siempre, pero nunca tan pocos como en aquel vestuario de Old Trafford. Eran hombres que iban a la espera de su destino.
Sebastián quería que los suyos se dieran cuenta de que ellos también eran amos de su destino. El comienzo había sido complicado y este era el momento de dejar de ser el grupo simpaticón con la historia del regreso del hijo en el suplemento dominical. El capitán seguía escondiendose del aliento fácil: no quería que sus compañeros se sintieran cómodos, sino que hubiera tensión, que los chicos enfrentaran sus miedos y se hicieran hombres que buscan su destino. La Pantera, con la sequía; el Principito, la promesa que hacía implosión en lugar de estallar; Marcos, demasiado peinado para ser defensor; el Flaco y el Chapu, acostumbrados a una vida obrera sin alegrías. Había que movilizarlos, sacarlos de esa conformidad. No había que hablar y tranquilizar: si algo le había enseñado su viejo, sus historias y el mítico Don Osvaldo de los relatos, es el valor del silencio.
Don Osvaldo entraba al vestuario 38 años antes. Tampoco dijo nada, no había nada para decir. Todos sabían lo que tenían que hacer en la cancha, y todos sabían lo que habían ido a buscar. Eran hombres madurados por las batallas americanas. Entonces entró el presidente. El sí quería hablar: pero no para tranquilizar, sino para movilizar. Quería pinchar a los leones, tirarles del pelo. Habló: "A Estudiantes nadie se lo llevará por delante. Estudiantes de La Plata permanecerá fiel a la mística casi religiosa de su destino imponderable". Y siguió: “Si cada uno se convence”, dijo, “de dejarlo todo por el de al lado, con la pelota y con los pies, pero por sobre todo con el corazon y la cabeza, ustedes le pueden ganar a cualquiera no tengo dudas. Mientras te quede una gota de energía nadie, nadie se va a llevar por delante a tus compañeros.".

Quien habló en el vestuario de Sebastián no fue él, o el técnico: fue Al Pacino. El Cholo también decidió despertar a los jugadores, tras el palpable nerviosismo que se había vivido en la semana. Todos sabían que la pequeña levantada quedaría en la nada si se perdía ese partido. Y eso significaba que las ilusiones de dar pelea se reforzarían o morirían ese día. Muy en el fondo, en ese lugar donde van los pensamientos que quieren olvidarse, que no quieren pensarse y que sin embargo se intuyen constantemente a pesar de las distracciones, todos sabían que ese era el encuentro bisagra. Entonces, el Cholo los reunió a todos. Las palabras suyas, las que había pronunciado todo el semestre con mayor o menor éxito, ya no servían, ya pecaban de repetitivas: ahora tenía que hablar Tony D’Amato, el entrenador de los Tiburones de Miami. Y dijo: “Ya no se qué decir. Todo se reduce al partido de hoy: o sanamos como equipo, o nos desmoronamos. Centímetro a centímetro. Jugada a jugada. Podemos desmoronarnos, y que nos rompan el orto, o podemos luchar para volver a la luz. Y este equipo peleamos por cada centímetro. En este equipo nos desgarramos por ese centímetro. Nos aferramos con las uñas a ese centímetro. ¡Porque sabemos que, al final, serán esos centímetros los que harán la diferencia entre ganar y perder! En cualquier pelea, el tipo dispuesto a morir por ese centímetro es el que va a ganarse ese centímetro. Pero yo no puedo obligarlos a que lo hagan. Tienen que mirar al tipo al lado suyo, mirar sus ojos y ver un tipo dispuesto a pelear ese centímetro con ustedes. Van a ver a un tipo que se va a sacrificar por el equipo, porque sabe que cuando sea necesario ustedes van a hacer lo mismo. Eso es un equipo, caballeros, así que o sanamos hoy, como equipo, o morimos como individuos”.

Sebastián seguía en silencio, mientras algunos lloraban y la mayoría se levantaba de las sillas, dispuestos a atravesar la pared con tal de entrar a la cancha. Las imágenes de Scarface habían despertado a varios. Sebastián ya sabía lo que tenía que decir para que sus leones hambrientos salieran a comerse la cancha. Pero se lo guardó para el tunel.
Treinta y ocho años antes, caminaban por el tunel los once jugadores de Estudiantes que jugarían, instantes después, contra el Manchester United de George Best y Bobby Charlton. Hace rato oían el vociferar iracundo del público inglés, que los acusaba de bárbaros, animales. Tampoco los sorprendieron los monedazos y los escupitajos. Era una guerra. Ellos repartían flores, y luego darían una lección de fútbol. “Ganó el mejor”, reconoció el DT del Manchester Matt Busby, quien pidió perdón por los “pecados y críticas” de los suyos. La prensa extranjera también se rindió a los pies de Estudiantes: solamente acá se miraba de soslayo la victoria, la victoria que cambió para siempre el modo en que se juega a la pelota. Ya no más dictadura de los poderosos, con sus billeteras fastuosas: el trabajo, el estudio y la organización se levantaban y no solo cumplían un papel simpático, digno, sino que se coronaban, en la cuna del fútbol, ante un silencio profundo, reverencial, que replicaba, un 16 de octubre de 2006, el capitán, camino a la cancha.
Estudiantes era campeón del Mundo un 15 de octubre de 1968. Casi cuatro décadas más tarde, los hombres que encontraron su destino aquel día serían homenajeados en la víspera de un clásico, despertando un fuego imposible de apagar en el centro del cuerpo de uno de los hijos de los héroes de Old Trafford: Juan Sebastián Verón supo ese día claramente, como nunca antes, por qué había vuelto a Estudiantes, y no era a recibir aplausos exactamente.
Pero aún entonces, en el túnel, continuó, casi con disfrute, en un silencio intimidatorio. Esperó. Terminó de medir las palabras y siguió esperando: sus compañeros se reunían a su alrededor. Pibes ellos, todavía faltos del roce que sólo dan las batallas. Pero emocionados, temblorosos de exitación nerviosa, deseosos de jugar ese clásico. Ahora sí hablaría su líder: no para tranquilizarlos, sino, al contrario, para obligarlos a enfrentar sus miedos. El había vuelto para ver a Estudiantes campeón otra vez, para sacarlo de esa comodidad de mitad de tabla, para obligarlo a tomar las riendas de su destino de grandeza, para recordarle su ADN místico. Para salir campeones: era el objetivo, pero hasta ahora nadie creía verdaderamente en ello. Entonces, en ese torbellino de emociones que era el túnel previo al clásico que pasaría a la eternidad y plantaría la semilla de una campaña inigualable, dijo el capitán: “Estos son los partidos que hay que ganar si queremos ser campeones”.
Y Estudiantes, otra vez, fabricó su destino.


lunes, 15 de octubre de 2012

Se7en




Aquel Estudiantes era un asesino serial. El primer Estudiantes místico que le tocara a la generación joven, el primer León voraz, hambriento, nació una tarde de octubre. Unos meses antes había llegado Simeone al banco, y su impronta laburante y áspera gustó al hincha: el Cholo arañó la hasaña en su primer partido, enmudeciendo el Morumbí con una actuación muy por encima de la que el realismo gris de aquellos días permitía soñar, y cayó sólo en los penales. La carta de presentación fue agridulce: la derrota significaba que el ídolo, Juan Sebastián Verón, que volvía a su hogar, no podría ser parte de la Libertadores de aquel año. Sin dudas, semifinales con Verón era medio título.

Tras aquel buen encuentro, Simeone encontró varios inconvenientes en el armado. Un Sosa anodino no encontraba cancha por izquierda. Galván no aparecía, no pisaba el área, era más minino de departamento que Pantera. En los cuatro partidos desde la 4ta a la 7ma fecha, Estudiantes sumó un punto, y los rumores empezaron. Aquel partido con Independiente, en Quilmes, ganado con bastante esfuerzo, significó un punto de partida y compromiso para el Pincha. Vinieron otras dos victorias. Pero aquello era una rachita, nada más: nadie esperaba el despertar de la bestia que aconteció el 15 de octubre.

En algo creía ya ese equipo, algo de lo que el resto del mundo todavía no se había percatado y que finalmente edificaría uno de los batacazos deportivos más epopéyicos del deporte: todavía eran los días del Boca de Basile, que le había metido 4 a Estudiantes el torneo pasado y 2, haciéndole precio, hacía unas fechas nomás. Ese algo lo hizo palabra el emblema: “Estos son los partidos que hay que ganar si queremos salir campeones”, dijo Juan Sebastián Verón en el túnel según reveló por la noche Fútbol de Primera, casi a modo anecdótico, sin imaginar que se trataba de una frase premonitoria, de un discurso de esos que ofrece no una persona sino el destino. Aquel grupo se había juramentado el título tras el golpe en San Pablo, y fue esa resolución la que lo salvó de la autodestrucción unas fechas antes. Pero el mundo, y los propios hinchas, seguían pensando en Estudiantes como el simpático equipo que repatrió a Verón. Sólo los jugadores pensaban en ganar el título; solo el plantel pensaba el partido como una plataforma a la gloria, y no solo como una fiesta que se celebra un par de veces al año.

Bueno, terminó siendo ambas. Porque Estudiantes, exacerbado por las palabras de Al Pacino, renació en aquel partido: aparecieron los once tipos dispuestos a morir por ganar un metro. Apareció el equipo que metería diez triunfos al hilo, aparecieron el hambre y el coraje, y, ese día, todos nos dimos cuenta de que éramos parte de algo más grande. Aquel equipo era un asesino serial, dueño de una voracidad sin fin, y aquel fue su primer acto. Varsky comentaría tras el sexto y los desmanes de los desesperados hinchas triperos, que intentaban frenar la grosera goleada, que Estudiantes probablemente apretaría el freno por consideración: enseguida vino el séptimo. Olave quiso asesinar a Caldera antes de agarrar la pelota. Pasó de largo en una escena que pinta el grado de desconcierto provocado por la histórica felpeada, y fue el séptimo nomás. Antes de aquel tanto, cuando Lugüercio hizo el sexto, el relator había perdido la cuenta y cantó el quinto. Decir que fueron 7 pero podrían haber sido más resultaría casi una parodia si no fuera realidad: más paródico resulta escuchar a los primeros cantando que ellos no abandonan, cuando todos recordamos los intentos de destruir las instalaciones con tal de frenar la paliza y, por supuesto, las palabras de Teté. Galván despertó, apareció Sosa, Caldera, padre de los Triperos, metió un triplete y se abrazo con un incrédulo Verón, y el descomunal Tanque Panzer que era ese Pavone, imparable, y el gol del hincha Lugüercio, fueron los nombres en el tanteador. Arriba, decía Estudiantes 7 Gimnasia 0.

martes, 9 de octubre de 2012

Messi suspende el tiempo

El primer tanto de Messi en el superclásico no será recordado. Gol de rebotero en un clásico empatado y sin el picante de la era Guardiola, quedará inmediatamente opacado por el segundo tanto, tremendo tiro libre al ángulo, y será sepultado entre los 265 goles que realizó en su carrera en Barcelona.

Barcelona perdía 1 a 0 y llegó tocando al borde del área. Pedro envió un centro y empezaron los rebotes. La pelota se desvió dos veces, mientras en el área jugadores de uno y otro equipo buscaban la pelota y ésta decidía cambiar de dirección a su antojo. Ingobernable, dejaba en ridículo a los planteles millonarios, expuestos en su humana torpeza, en su falta de gracia. A mil revoluciones, víctimas del nerviosismo que se vive en un clásico cada vez que la pelota merodea el área, los defensores trataban de sacarla como fuera y los del Barsa de empujarla como sea. La pelota le rebotó a Xabi Alonso como si fuera un objeto inánime. Xavi Hernández quedó mirando como la pelota lo superaba, mientras Pepe, tiempista reconocido, saltó absolutamente a destiempo por exagerar la vehemencia y terminó en el suelo. Todos, torpes, tensos, acertaban solo al aire.

Pero mientras todos quedaban hipnotizados por la pelota, clavados a contrapié contrariados por los rebotes, Messi siempre supo dónde iba a terminar la pelota. Fantasmal, evitó el barullo y se deslizo directamente allí, al encuentro de su amiga en el borde del área chica. Logró lo imposible y domó el balón, que picó mansito junto a él, sin siquiera tocarlo. Casillas realizó el último gesto torpe de la jugada e intentó desesperado tapar el tiro inminente: todo en milésimas, Lío esperóel fin del movimiento desarticulado de Iker, que terminó sentado en el piso, y tocó despacito al gol, como si se tratara de un entrenamiento.

Alrededor, un tendal de jugadorescomo soldados caídos, derrotados por el caprichoso andar de la pelota, atestiguaba que no se trataba de un partido amistoso sino de una guerra en la que, mientras todos se apresuran a desesperarse, Messi, un natural, ni se inmuta. A veces ve todo tan claro que parece jugar en cámara lenta; y cuando alrededor todos entran en el vicio del apuro apocalíptico y él la agarra, el efecto se magnifica e, incluso, parece suspender el tiempo.