Como es habitual, la pelota comenzó a
rodar antes de que se inauguren las Olimpíadas. Ayer fue el turno de las
mujeres; hoy jugó la Celeste,
que vuelve al torneo tras 84 años, dos medallas doradas y un reguero de fútbol
y leyendas.
Para VAVEL.com
Uruguay defenderá hoy, al volver a un
torneo olímpico de fútbol por primera vez desde Amsterdam 1928, un invicto de
84 años. Allá cuando no existían los mundiales de fútbol y una incipiente FIFA
catalogaba a los torneos disputados en Olimpíadas como “campeonatos del mundo”,
cuando la profesionalización del fútbol no había vedado la participación de los
grandes cracks en los Juegos, la gloriosísima Celeste de la década del 20 fue
el primer equipo sudamericano en participar del fútbol olímpico, en 1924, y
desde el espectacular debut hasta haber concretado su segunda medalla dorada
consecutiva en 1928, no paró de ganar: fueron 9 triunfos y un solo empate, ante
Argentina en la primera final del 28. Coronó un proceso de ensueño con el título
conseguido en el primer campeonato mundial de la historia, disputado en el
legendario estadio Centenario de Montevideo.
LA PRIMERA VUELTA OLIMPICA
El torneo de fútbol de los Juegos Olímpicos
de París 1924 implicaron la primera participación de Sudamerica en medio del
debate que había invadido los medios rioplatenses por entonces. La dicotomía de
aquellos días continúa viva hoy: el futbol estaba en sus orígenes ligado al
carácter disciplinario del deporte en la modernidad, un fútbol de escuela que
habían traído los ingleses a nuestros países, un fútbol fuertemente físico,
mecanizado y con hincapié en la eficiencia; la llegada del fútbol de amague y
gambeta del Río de La Plata
permitió poner en escena las batallas discursivas de la era. La aparición de aquel
Uruguay, con su desfachatez sudamericana de un futbol jugado al margen de las escuelas,
en los potreros, rompió todos los esquemas y ubicó al fútbol sudamericano,
fuertemente subestimado, en el mapa mundial.
Uruguay sería el campeón, pero casi no llega
a París. Su federación vivía momentos turbulentos que incluían la desafiliación
de Peñarol de la liga y, por ende, la participación de jugadores del Manya en la Selección estaba vedada.
Fruto de ello, muchos de los jugadores ocupaban puestos que desconocían,
distintos a los que frecuentaban en sus equipos, al punto del absurdo en el
caso de Pedro Petrone, laureado delantero de la Celeste que jugaba en
Charley de arquero.
Aún así, Uruguay consiguió el Sudamericano
de 1923 disputado en su tierra (repetiría al año entrante y en 1926, sin
participar en 1925 y cediendo el título en manos de su vecino, hermano y
picante rival, Argentina, en 1927 y 1929) y entonces, un alto dirigente de
Nacional de Montevideo, entonces, se vio obligado a cumplir su promesa: si
campeonaban, Atilio Narancio había juramentado llevar a la Celeste a los Olímpicos.
Pero Uruguay no tenía afiliación olímpica y la federación no tenía fondos para
encarar el costoso viaje: algunos insisten que incluso intentó en realidad
frustrar el viaje a los Juegos Olímpicos, convencida del papelón que se venía.
Pero Narancio hipotecó su casa para cumplir
y el presidente de Nacional, Numa Pesquera, firmó un cheque en blanco,
permitiendo así el viaje soñado para el grupo de jóvenes uruguayos (a pesar de
lo cual la gira bañada de gloria le resultó deficitaria a la AUF: finalmente fue el Estado
quien se encargaría de las deudas).
De sueños poco tuvo la travesía: el larguísimo
viaje fue realizado en un buque económico, en tercera clase. “Muchachos, van treinta
minutos y nos quedan treinta días”, recuerdan las crónicas que dijo Zingone,
resignado, intentando calmar al ruidoso e inquieto grupo uruguayo.
Nueve partidos
jugados y nueve ganados. Veinte goles a favor y sólo dos en contra en el
campeonato olímpico de fútbol de 1924. Es el inicio de un proceso del
fútbol uruguayo que muchos no dudan en llamar glorioso. “Pero cantábamos
siempre, reíamos, comentábamos con gracia nuestra propia miseria”, recuerda
Andrés Mazzali, portero del seleccionado.
La Celeste arribó a España para la gira previa, solo para enterarse que tal
gira no existía: el delegado que había partido hacia Europa antes que la Selección con el fin de
concretar tales esfuerzos nada había conseguido. Apenas jugaron un improvisado
partido en Vigo que sirvió como única preparación tras 30 días, y a París.
Europa no se tomaba en serio a los sudamericanos: en Vigo rechazaron el “desleal”
juego de amagues y le auguraban un futuro negro a los charrúas en la
competencia real, cuando estos hijos irreverentes enfrentasen a los padres del
deporte.
Tantos fueron los inscriptos para aquel
torneo que Uruguay se vio obligado a disputar una ronda desempate ante
Checoslovaquia para pasar a la fase principal. Los periódicos europeos de la
época se lamentaban que el equipo realizara tan largo viaje para encontrarse
con los checos y volverse. En la previa, la imagen de incompetencia del
novedoso seleccionado sudamericano se fortaleció: cuenta la leyenda que,
conscientes de que el equipo europeo había enviado un espía a su práctica, los
uruguayos se dedicaron una mañana a patear el suelo, enredarse los pies y tirar
la pelota lejos. El ninguneo continuó cuando previo al partido se izó la
bandera uruguaya al revés y se tocó una marcha brasileña en lugar del himno oriental,
errores bizarros que, lamentablemente, no se circunscriben al carácter
fuertemente amateur de la organización de aquellos días (ayer nomás, Corea del
Norte sufrió el himno y bandera de su vecino y enemigo político, Corea del Sur,
cuando el fútbol femenino enfrentaba a Colombia; las jugadoras se negaron a
salir y las Olimpíadas sufrieron su primer retraso y su primer bochorno).
Uruguay respondió a todo, con un tremendo
siete a cero. La Celeste
se convertía en una sensación de a noche a la mañana. El torneo, además, fue un
verdadero paseo para los orientales: 3-0 a Estados Unidos, 5-1 a Francia,
apenas 2-1 en semis a Países Bajos y un contundente 3-0 para cerrar la hazaña y
conseguir la medalla dorada. Veinte goles a favor y sólo dos en contra: los
europeos conocían y se arrodillaban ante las gambetas y las paredes que su
juego, fuertemente frontal y físico, desconocía. En el estadio Colombes, la
consagrada Celeste saludó al público de cada sector, enamorado del juego
charrúa, inaugurando la tradición conocida como “vuelta olímpica”.
ENEMIGOS INTIMOS
El fútbol rioplatense era entonces de una
fuerte rivalidad típica de los hermanos que se ayudan, se felicitan y se
quieren ganar. Argentina había perdido el Sudamericano del 23, pero había
ganado en 1921 y peleaba habitualmente los primeros puestos del torneo con
Uruguay: infló el pecho y pidió jugar contra los campeones olímpicos. La
expectativa fue tal que el partido, pautado para el 28 de septiembre, tuvo que
reprogramarse debido a que la cantidad de público desbordó el predio de
Sportivo Barracas provocando la invasión forzosa de la cancha. Nació así el
alambrado olímpico para impedir el ingreso del público, cuando finalmente se
disputó el partido.
Acorde a la argentinidad, aquel triunfo se
recuerda como una verdadera epopeya. Los uruguayos eran la verdadera atracción
y antes del partido realizaron una nueva vuelta olímpica para saludar a la
gente, pero cayeron por 2 a 1 con un
golazo de Onzari: tiró desde el corner y entró. El gol a los olímpicos fue con
el tiempo rebautizado, sencillamente, gol olímpico. Por supuesto, tras la
victoria los argentinos realizaron su propia vuelta olímpica.
Lo que omite la historia argentina son las
revanchas por los puntos: el empate en el Sudamericano de fin de aquel año
coronó campeón al equipo charrúa y camino al título continental de 1926,
Uruguay despachó a los argentinos por 2 a 0. Por supuesto, lo más importante
estaba por venir.
En medio de esta rivalidad, llegaron a los
juegos de 1928 de Amsterdam los dos equipos, entre palmadas en la espalda y
deseos de buenaventura entre ambos teams. Lo importante parecía ser por
aquellos días enaltecer el fobal rioplatense, mostrarle a los europeos que
aquello de 1924 no era casualidad, que había un nuevo y digno modo de jugar al
fútbol, que se jugaba a orillas del mundo, allá lejos en Sudamérica. El
objetivo fue alcanzado con éxito. Argentina se floreó en su camino a la final,
con un 11 a 2 espectacular sobre Estados Unidos, un 6-3 a Bélgica en cuartos y
la goleada a Egipto por 6-0 en semis. Uruguay tuvo en el camino a varias
potencias europeas que le dificultaron el camino, pero aún así le sobró: 2-0 a Países
Bajos, 4-1 a Alemania y un ajustado 3-2 a Italia para alcanzar la final
destinada. Era Argentina-Uruguay, por la medalla dorada. En el centro de la
escena, el duelo de cracks: Manuel “Nolo” Ferreira, el capitán olímpico para
los argentinos; el excéntrico Héctor “El Mago” Scarone, para los charrúas.
La primera final, puro nervio, terminó en
empate. Petrone abrió el marcador a los 23 y Ferreira empató a los 5 del
segundo tiempo. Tras 30 minutos de suplementario, se llegó al desempate a
jugarse 3 días después, el 13 de septiembre. Arrancó ganando Uruguay, pero
empató una Argentina con hambre que cascoteaba el rancho charrúa. Pero la
defensa fue impenetrable esa tarde y, a 15 del final, apareció el fantasmal
Scarone. “El Gardel del fútbol”, que se había negado repetidas veces a aceptar
contratos en Europa para continuar defendiendo la camiseta olímpica celeste y
seguía trabajando en el correo para subsistir, recibió su pase a la historia de
parte de Tito Borjas. “¡Tuya, Héctor!”, gritó Tito, inmortalizando la frase,
hoy parte de la jerga uruguaya, para siempre. Scarone tiró y Uruguay volvió a
dar la vuelta olímpica.
Tras los durísimos choques las cosas no
quedaron bien entre los hermanos rioplatenses. Carlos Gardel, el mítico Zorzal
Criollo “anclao” entre las dos orillas, intentó conciliar las partes y los
invitó a un cabaret parisino. Se sentaron intercalados, un argentino y un uruguayo,
para promover la camaradería: todo terminaría muy mal, por supuesto. Alcohol,
recriminaciones y cargadas: en el medio de la velada Orsi estaba a punto de
irse a las manos, cuando Gardel, todavía empeñado en hermanar a los equipos,
invitó al extremo argentino a subirse al escenario. Orsi era un eximio
violinista, aceptó la propuesta y pidió prestado el instrumento. Pero mientras
se acoplaba con maestría a la ejecucación de un tango en París, las fieras
estallaron en una tangana generalizada. Andrade, que se había pasado la velada
cruzando reproches con Orsi por un pisotón vengativo, aprovechó la confusión
generalizada y se tiró sobre Orsi: rápido de reflejos, el argentino estrelló el
violín ajeno en la cara de Andrade. El instrumento era nada menos que un
carísimo Stradivarius y el argentino tuvo que huir, esa misma noche, de Europa,
para no afrontar los imposibles costos.
La saga charrúa tuvo su lógica conclusión
en el Mundial de 1930 disputado en Uruguay. Los rioplatenses de ambas orillas
jugaron un magnífico fútbol y alcanzaron una nueva final. En un impresionante
partido, Uruguay arrancó ganando, lo dio vuelta Argentina y luego los charrúas,
empujados por su gente, viraron otra vez el tanteador. Sobre el final,
decoraron el resultado: fue 4-2 para los gloriosos olímpicos.
“Gracias al fútbol nos conocieron en el
mundo. ¡Cuando ganamos las Olimpíadas, en París, la gente no podía creer que un
país tan chiquito, que casi no estaba en los mapas, saliera campeón!”,
recordaba el escritor uruguayo Mario Benedetti. Nacía el mito del fútbol de
potrero, pícaro y gambeteador, gigante en las adversas. “Una manera propia de
jugar al futbol iba abriéndose paso, mientras una manera propia de bailar se
afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines dibujaban filigranas,
floreándose en una sola baldosa, y los futbolistas inventaban su lenguaje en el
minúsculo espacio donde la pelota no era pateada sino retenida y poseída, como
si los pies fueran manos trenzando el cuero. Y en los pies de los primeros
virtuosos criollos, nació el toque: la pelota tocada como si fuera guitarra,
fuente de música”, romantiza el escritor uruguayo Eduardo Galeano: los
uruguayos cambiaron el fútbol mundial, para siempre.