domingo, 29 de agosto de 2010

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Juan Pablo Varsky es un periodista deportivo realmente lucido a la hora de leer el juego, y muy conocedor de jugadores, ligas, historias, etc. No es alguien a quien pueda achacársele prejuicios mistificantes, aunque si quizás cierto barroquismo en su prosa que va sin dudas ligado a uno de los motores principales de los mitos hegemonicos: la necesidad de elevar una actividad considerada socialmente como perteneciente a la cultura baja, hacia un sitial mas alto, relacionando al futbol a las bellas artes. Este procedimiento varsistico no se queda en su prosa: son habituales las comparaciones que realiza entre futbol, opera, música clásica, literatura, Belleza (con mayúscula)… Comparaciones que, además, demuestran un conocimiento puramente referencial de las artes, que utiliza, mediante un procedimiento procedente de la Edad Media, con el objetivo de dar autoridad a sus escritos.
Los ejemplos abundan: entre sus columnas podemos encontrar una defensa del “ofensivo” e inofensivo Godoy Cruz, criticas a Estudiantes (que convirtió mas que el equipo mendocino), y por supuesto, el sello de todo periodista deportivo: las necesarias notas sobre las geniales individualidades, siempre los jugadores “talentosos”, o, para ser certeros con el lenguaje utilizado y no caer en la trampa, jugadores ofensivos, gambeteadores, jugadores vistosos. De opinión aguda, de conocimiento vasto, pero de una corrección política que molesta por la inteligencia al defenderla, JPV cae en otros lugares comunes del periodismo del establishment: además de loar la poesía del Barcelona (“la perfeccion futbolera existe”) y el Arsenal, sin ponerse colorado afirma en una columna suya que, de las ultimas notas escritas hasta ese momento, ha escrito apenas una (el comentario sobre el Tomba) sobre futbol argentino. Se justifica afirmando que el nivel del futbol argentino apesta, claro. Y continua mistificando el futbol europeo con su prosa elevada.
Lo cual nos lleva, finalmente, al meollo del asunto. Existe la creencia extendida de que el futbol europeo es infinitamente “mejor” que el sudamericano. La palabra utilizada, nunca explicada, termina por abarcar todo: juego, sistemas tácticos, defensa, ataque, jugadores, espectáculo, efectividad. Etcetera, etcétera. Sin dudas, no se puede negar que los mejores jugadores del mundo (muchos de ellos provenientes del futbol sudamericano que necesariamente emigran para hacerse la Europa y para que sus equipos subsistan) chocan en Europa: la Champions es realmente el torneo donde se enfrentan los mejores. Pero que sucede en las ligas de cada país particular?
Solo España, Inglaterra e Italia representan eso que llamamos a la ligera “futbol europeo”. Las demás ligas no solo no muestran el brillo que estas al parecer tienen, sino que hay una disparidad que las hace absolutamente aburridas, ligas satélite de las tres mencionadas, donde los jugadores caen casi exiliados hasta que se les permite volver al primer orden.
El futbol ingles parece un mundo aparte por su vértigo, distinto al de cualquier otra liga. Las dificultades idiomáticas y climaticas la convierten en una liga, además, de complicado desembarco para sudamericanos, y por ende es una liga, acorde a su posición isleña, protagonizada por jugadores nacionales, y también por clubes con mucha tradición (al menos asi ha sido hasta el desembarco de narcodolares rusos a los equipos: la estetica se mantiene, pero el juego se puebla mas y mas de extranjeros; se dificulta la chance asi de un futbol ingles campeon del mundo). El futbol italiano es despreciado, por supuesto, a pesar de que allí existe una paridad entre los equipos, y un orgullo por las camisetas, que la convierte en la liga mas atractiva para ver. Tambien se trata, quizás, de la liga mas complicada, donde no solo hace falta talento sino muchísima inteligencia para prevalecer.
Y sin embargo, la liga mas mirada y admirada por el periodismo es la Liga de las Estrellas. Un futbol absolutamente desparejo, donde como en tenis pasan siempre los preclasificados, ganan siempre los mismos, los buenos, donde los equipos viven para comprar y vender jugadores. Una vidriera, un espectáculo, mas que futbol: el reino de Valdano. Quizas estaríamos acertando solo un poco y simplificando demasiado si decimos que la falta de incivilidad la convierte en un futbol absolutamente previsible y conformista, donde, a la inversa del axioma, cualquiera no le puede ganar a cualquiera. Los chicos aceptan hacer un papel secundario, una campaña que los clasifique inútilmente a copas que juegan para embolsar un poco de dinero, contratar y vender jugadores-mercancia, vender camisetas, palcos… A lo sumo, si pegan dos o tres resultados, pueden aspirar a robarse alguna Copa del Rey, o una Europa League, si no se interpone algun gigante que no pelea el torneo. De ninguna manera tienen el orgullo de los equipos chicos sudamericanos, simplemente porque no tienen su tradición, su identidad: estos valores se forjan en la rebeldía, en el proceso, e la gloria, y no en la campaña esporádicamente buena y conformista, o en equipos que contratan y se deshacen de medio equipo por torneo (la leccion que nos han enseñado, en este lustro, los grandes argentinos).
La frutilla del postre, el sueño valdanista, es la absoluta ingenuidad de los clubes, que ni siquiera aspiran al empate significativo en su visita a las grandes canchas. Todos los partidos son abiertos, todos los equipos se plantean de modo similar, todos vivan el maravilloso espectáculo del futbol lleno de goles, taquitos, chilenas y lujos. Pero este futbol de la opulencia se ha tornado aburridísimo: no cansa ya ver todos los fines de semana como golea el Barcelona a todos, inclusive a su único perseguidor, ese Real de superestrellas sin sentido de comunidad? O sigue siendo lo suyo una demostración de perfeccion y poesía? El Barcelona de la Liga es aburrido, sabe que gana por decantación: entretener, entretiene mucho mas, ver su versión mas fiera, en la Champions, y seria prudente que sus rivales revisen los videos de la ultima competición europea, donde fueron varios los que le plantearon inconvenientes al equipo maravilla (de todos modos, por supuesto, es un equipo temible, superior a todos por leguas, sin dudas entre lo mejor de la historia; gana mucho mas de lo que pierde aun en Europa, pero no deja de resultar revelador que el Arsenal, el equipo de un juego superficialmente mas similar, se comiera tremenda goleada ante los blaugranas en un duelo que se avisoraba hermoso espectaculo y termino siendo aburrido monologo).
Pero el futbol no es entretenimiento: la única verdad, decía Zubeldia, es el resultado, y cuando sale del flojo ámbito local, Barcelona no encuentra solo inconvenientes, sino derrotas. El Inter de Mou habrá asesinado el futbol y todo lo que quieran, pero se llevo la Copa. Y si alguien quiere todavía aferrarse a la idea absurda de que nadie recordara al equipo italiano pero si al Barsa, le recordamos que el equipo italiano gano todo lo que jugo en 2010. Todo. Y la polémica amoralidad de haber logrado el titulo con Eto’o jugando de lateral, pues no deja de ser una demostración cabal de cómo oponerse a los grandes equipos: con solidaridad, con sacrificio, unidos como una cofradía que hace cualquier cosa por alcanzar la gloria colectiva.

lunes, 23 de agosto de 2010

Puto el que lee esto (R. Fontanarrosa)

Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.

Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.

Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.

No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos." Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.

El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto." Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.

"Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor -les contesto-, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: "Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.

Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. "Me voy, me muero, cagué la fruta -podría ser el postrer anhelo-. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches." Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.

Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.

Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros -le advierten-, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.

No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.

De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.

"Puto el que lee esto."

John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: "Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia". Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.

Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: "Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola".

Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. "Puto el que lee esto." Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.

No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.

domingo, 15 de agosto de 2010

Los rebeldes antifascistas

La victoria contra el Greuther Furth aseguró el segundo puesto para el Sankt Pauli, asegurando el ascenso a primera división. La fiesta, cuentan nuestros corresponsales en Hamburgo, fue descomunal, como aquellas que sucedían a menudo a fines de los 70, pleno apogeo punk, y que dieran fama al equipo.

El puerto de Hamburgo (Alemania) ha sido tradicionalmente una ciudad obrera y popular. Uno de sus distritos, el Sankt Pauli, es hogar de jóvenes y trabajadores, y se ha caracterizado por ser un lugar inquieto, descomplicado y rebelde, refugio de punks y okupas. Todo un gueto en medio de la estrictez alemana.

El equipo del distrito, el FC Sankt Pauli, es una de las muestras de su particularidad. Sus emblemas son los de los piratas, y es un equipo proclamadamente antifascista, antirracista, antisexista y antihomofóbico, postura consagrada en los estatutos del club. Su hinchada se declara de izquierda y utiliza logos antifascistas. En 1977, al llegar a primera división, entró a la élite del fútbol en pleno apogeo del movimiento punk, convirtiéndose en todo un símbolo social y cultural. Su pequeño estadio, Millerntor, se atesta de hinchas mujeres y homosexuales. El St. Pauli abre sus partidos de local con Hell's Bell's de AC/DC, y muchos músicos alemanes y europeos se han declarado hinchas del “equipo pirata”.

Su filiación le ha traído conflictos con barras neonazis, como la rivalidad surgida con el Hansa Rostock en la década de 1990, debido al gran número de neonazis hinchas del Hansa. Así mismo, se ha agudizado el hostigamiento con el rival de patio, el Hamburgo, el que también cuenta con hinchas ultraderechosos. Pero el Pauli se la banca, y estos muchachos punkitos y obreros no le tienen miedo: los enfrentamientos suelen ser monumentales, como aquel que sucediera al término del match que diera el ascenso a segunda en mayo de 2007, contra el Dynamo Dresde. Aquella noche, tras las bataholas, unas 35.000 personas se congregaron en el barrio rojo de Hamburgo para celebrar hasta altas horas de la madrugada el ascenso del equipo.

Activo en acciones benéficas y humanitarias, en 2005 el club, el equipo y los hinchas iniciaron la campaña “Viva con agua de Sankt Pauli”, con la que se recaudó dinero para dispensadores de agua para escuelas en Cuba. También fue anfitrión de la Copa Mundial FIFI en el 2006, un torneo alternativo de selecciones nacionales no reconocidas por la FIFA como Groenlandia, el Tíbet y Zanzíbar. El club participó con el nombre de República de St. Pauli. Como el St. Pauli, decenas de hinchadas del fútbol en varios países se han proclamado antifascistas, como las del Rayo Vallecano de España, Universidad de Chile, Fenerbahce turco, Celtic escocés, entre muchas otras.

Señores, otra vez, después de 8 duras temporadas y de tocar fondo en tercera, el Sankt Pauli, el equipo punk alemán, los antifascistas del norte, los que entran a la cancha con Hell’s Bells sonando a fondo, los de la cancha en la zona roja, volvieron a la Bundesliga. Seguro, sus proyectos suelen estar marcados por los vaivenes zonales, su fútbol termina resultando bastante inofensivo y lamentablemente termina significando para la hegemonía algo pintoresco, excéntrico, que incluso puede venderse. Es lamentable pero es asi: pasan los años y los jefes explotan cada vez mas la imagen, y cada vez menos la rebeldia.