viernes, 10 de junio de 2011

Debate en la revista Un Caño: “¿A qué jugamos?” y la discusión sobre qué es el “buen juego”


Sin dudas la mejor publicación sobre fútbol, la revista Un Caño armó un lindo debate sobre el nivel de nuestro fútbol vernáculo. Recién ahora llegamos a leerla porque la revista es de difícil acceso fuera de capital pero, afortunadamente, terminado el mes el número entero se sube a su página, así que pueden leerla y saber de que estamos hablando.

Tenemos algunas cosas para decir al respecto... aunque nos hemos dado cuenta de que en el fondo, todos nuestros argumentos no hacen más que caer en una trampa gigante, invisible: el hecho de que se trata de un debate banal, antifutbolístico. Se trata de hablar de fútbol desde el sentido común, desde la apariencia superficial, y no desde las profundidades de la táctica, los modelos, los proyectos. Algunas ideas de estas últimas se insinúan[1] pero básicamente no se discute en ningún momento el “jugar bien” como meramente el placer estético: los defensores de lo vernáculo hablan de paridad y emoción, los detractores, de mediocridad y caos, pero el fútbol sigue siendo un vehículo estético para emocionar y admirar al “pueblo”. Pablo Llonto, editor de la revista, al parecer concordaba con esta idea de que el debate entraña un análisis de cafetín, sin importancia, sobre la estética del juego y se abstuvo de participar en lo que creyó “una trampa de la alta burguesía en esta propuesta, que calificó de anodina y de opio de los pueblos”. Nosotros no tuvimos tanta altura.

En el gran artículo de Pablo De Biase (que termina traicionado por la influencia discursiva de su medio, cayendo en la trampa de la “belleza” como uno de los objetivos del deporte, aunque aclarando, siempre ligado a “la efectividad”, fusión perfecta de bilardismo y menotismo) el autor cae en cuenta de que la gente no quiere admirarse con el fútbol, sino que quiere ganar. El fútbol no se aprecia desde la objetividad, “la pasión del hincha no orbita en el vacío, se asienta en la rivalidad, la enemistad con otro”.

Quien quiere fútbol para apreciar su belleza, ese hincha extranjero que va a la Bombonera en el artículo que presenta el debate, ese es el espectador de fútbol teatral al que nos referimos, el que quiere estrellas rutilantes, jugadas tribuneras, marketing. El fútbol que favorece a las billeteras más poderosas, el fútbol que genera que la brecha se abra cada vez más profunda en la Liga de las Estrellas, provocando esos maravillosos espectáculos que da el Barcelona en Europa y también la gran deuda que este club y, aún más, el Madrid, han contraido en épocas de crisis económicas terribles para su país y Europa. Ni hablar del lavado de dinero sucio de narcotráfico y oro negro que ocurre en la liga inglesa, o de la Serie A. Ese fútbol sufre cada vez más del anonimato: los hinchas no son parte, no son socios; dependen de los caprichos de sus dueños megalómanos y, poco a poco, se desapasionan, ven fútbol como ballet, lo aprecian desapasionadamente y así se da lo peor, la pérdida de identidad necesaria, por ejemplo, para intentar discutirle una hegemonía al Barcelona. Hoy el fútbol europeo es un fútbol sumiso. Y aburrido, porque fuera del Barcelona o el vértigo inglés (donde a pesar de ser prisioneros de los petrodólares, los tipos siguen hablando y viviendo el fútbol) nadie entretiene.

No es el hincha, entonces, el que busca entretenimiento, sino el espectador desapasionado, imparcial. Pero tampoco el deportista (al menos, el deportista que no ha sido abducido por el sistema) se preocupa por entretener y embellecer. El deportista busca el objetivo en su deporte: el triunfo. Por él, por sus compañeros, que tanto laburan para rendir examen el fin de semana, por el hincha. Llegamos aquí al meollo del asunto: nadie, en los artículos de Un Caño, discute la noción de “jugar bien” (De Biase realiza un análisis lúcido del periodismo filosófico y su vacío discursivo, pero retrocede en las consideraciones finales hacia “la belleza de la efectividad”, como un futurista de 1920). Si jugar bien equivale a entretener y generar vértigo en el espectador, habría que preguntarse por qué jugar bien debe ser un objetivo: no sirve al hincha, no sirve al jugador, no sirve al equipo. Es un objetivo vacío, snob: la belleza como objetivo y como vara, en el deporte, no tiene lógica. Desde ya, si adquirimos esta perspectiva (ningún periodista adhiere particularmente a ella, pero en todas las notas hay resabios de esta forma de apreciar el fútbol como “entretenimiento”), en Argentina no se juega bien: no hay estallidos de talento individual sorpresivo, no hay megaestrellas atrayentes, no hay equipos que mantengan el nivel en una temporada. No hay dinero para mantener los planteles, lograr coherencia, para que los chicos habilidosos no quieran irse. Y entonces emigran y lo que no se dice a menudo es que el fútbol que se admira es fruto de una dominación económica de Europa hacia Argentina que obliga a la exportación de materia prima, que vacía las canteras, los recursos, como si fuéramos aún colonia... y lo somos, porque aún simbólicamente, como puede leerse en estas líneas, permanecemos atados a un sistema de interpretación y ejecución del fútbol que no nos favorece.

Sin embargo, “jugar bien” debería ser mucho más que la mera destreza técnica individual, la ofensividad, el ensamblaje fluido. Jugar bien al fútbol incluye el conocimiento de la ninguneada táctica, herramienta necesaria para someter a equipos individualmente más poderosos desde el conjunto, desde la fuerza individual. La táctica, ordenar al equipo para atacar y defender de modo más eficaz, teniendo en cuenta al rival, se utiliza a menudo para explicar la muerte de la nuestra, de la lógica caótica del potrero. Los jugadores argentinos y el periodismo que los exacerba todavía creen en un fútbol individualista, donde uno no tiene por qué cambiar de posición o asumir responsabilidades defensivas por el equipo, si es el equipo el que debe sacrificarse para que uno y su gambeta brillen (y lo vendan a Europa, claro). Mucho neomenottista quiere acercar al Barcelona a la nuestra, pero manipula la realidad al obviar los claros conceptos de orden (caos controlado), de presión y recuperación de pelotas y de solidaridad que el equipo blaugrana muestra en cada una de sus avasallantes presentaciones. Entre esta gente se encuentra Batista, quien pretende subirse al carrito barcelonés proclamando que su selección quiere jugar como el equipo de moda y, de algún modo, amparándose ante los eventuales malos resultados detrás de un proyecto que unanimemente vale la pena. Pero el seleccionador se limita meramente a copiar lo superficial (esquema, posición de Messi), sin considerar no solo la cuidadosa y paciente planificación que llevó crear un equipo como el de Guardiola (es decir, el proyecto a largo plazo de La Masía) sino obviando también aspectos tácticos del equipo culé: lejos de ser pura ofensividad, sin pelota es presión e intensidad al servicio de la recuperación. Por supuesto, no hay lugar allí para remolones que prefieran esperar parados que le llegue la pelota.

En Argentina, desde ya, tampoco se practica este “buen juego” como norma. Han habido excepciones (en Vélez, cuando brilla, en el Estudiantes de Sabella) pero en general son pocos los equipos con una idea integral del buen juego. La mayoría foralece sus cualidades buenas y esconde, en lugar de corregir, sus falencias. Sin embargo, esta práctica vizcachera argentina ha llevado a muchos equipos chicos a subvertir el orden de cosas, campeonar, meter batacazos y atreverse. Herramientas absolutamente nobles como la pelota parada o la marca aguerrida han equilibrado el fútbol argentino a la par que la debacle institucional económica de los grandes los obligó a comportarse cada vez más como los equipos chicos a los que ellos les robaban jugadores: ahora son ellos los que, sin plata, tienen que vender constantemente, destruyendo sus equipos cada semestre y cada vez más adoptando prácticas antes denostadas por su paladar aristocrático.

Se dice, señala Víctor Hugo, que no se juega bien en Argentina porque los grandes perdieron poderío, y hay mucho de cierto en ello. Hay ciertamente menos estrellitas mediáticas (todas en Europa), más paridad y atrevimiento y mucha menos ingenuidad. El juego absolutamente gozador de los grandes ha comenzado a chocar cada vez más fuertemente contra defensas trabajadas que viajan a la capital para rascar un punto y, muchas veces y cada vez más, para meter un triunfo y soñar con el campeonato. Son los hijos de Estudiantes, esa escuela de fútbol integral, desmitificadora y subversiva que terminó con el ya mítico complejo de inferioridad de chicos a grandes, de argentinos a europeos, heredado de épocas de colonias y virreyes. “El complejo de inferioridad que se tiene ante profesionalismos más fuertes sostiene la idea de que aquí no se ve nada”, dice Morales, “y luego vienen sorpresas como el famoso partido de Estudiantes y Barcelona, ante el cual nadie entiende por qué los catalanes no metieron cinco goles, que es la diferencia de calidades que imaginamos entre el fútbol de un país y el otro”. Víctor Hugo había dicho respecto a aquel partido, en su momento,  que Estudiantes no jugó, como decían los neomenotistas, como un equipo argentino actual (es decir, dicen ellos, con mezquindad y no con la nuestra); si hubiera jugado como un equipo argentino (es decir, decimos nosotros, con la nuestra), opinó el uruguayo, hubiera caído por goleada.

Por supuesto, Víctor Hugo (y nosotros) se olvida de que hay muchisima mediocridad, improvisacion, que son pocos los equipos que logran jugar de modo efectivo y sostenido, que no hay proyectos, que hay mucho mentiroso (sobre todo de la corriente del fulbito y la nuestra, pero también de los sacapuntos) y de que todo esto tiene lugar porque cada vez es más difícil sostenerse económicamente ante el abrumador mercado europeo, que pone precios en euros y obliga a pagar contratos tremendos para ver jugar un ratito al pibe maravilla, algo que se acentúa con las prácticas espurias de nuestros dirigentes. Si antes, como un espejo del país, administraban riqueza y ello no requería demasiado esfuerzo y permitía levantar unos vueltitos, ahora la riqueza tornó pobreza, los cracks florecen con esto de la globalización cada vez más en todo el mundo (o el mundo se ha achicado con esto de la globalización) y en la administración de la pobreza se han mostrado mucho menos vivos de lo que creen ser. Además, claro, de seguir viviendo épocas viejas, de vacas gordas, de canteras repletas de fútbol, de equipos hechos con cracks de la pensión, de contratos más bajos, de menos ventas a Europa, mercado relativamente nuevo, y menor necesidad de ventas, épocas cuando los chicos les regalaban jugadores a los grandes y estos se robaban todos los torneos. Ahí sí que se jugaba bien... Por supuesto, en todo ese período, nunca fue campeón del mundo Argentina: cada vez que tuvo que referendar los laureles de la nuestra en el mundo, terminó en catástrofe.

Hay que asumir, entonces, nuestra condicion de inferioridad (que parte desde lo economico) y desde allí, pensar el fútbol con menos pruritos conservadores y alardes aristocráticos, con menos moralina de monaguillo y con más deseo de tener un fútbol competitivo pero no a cualquier costo: un fútbol que sin narcodólares nos identifique como hinchas y que desafie, desde la humildad y el laburo, desde el fútbol y sin pretender ser dueños de algo único, al mundo. Un fútbol social, colectivo, para hacerle frente al fútbol impersonal europeo desde lo grupal, desde la solidaridad y la identificación.



[1]          Hamilton plantea que el fútbol está mal debida la histeria que generan la promocion y los dos torneos por año, hipótesis que en principio parece exagerada, refutable, supeditada a ese moralismo de que “no se puede jugar pendiente del resultado”, cuando en realidad el peor fútbol, nos parece, es aquel que se juega

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