No se aplica aquí la ominosa “no nos comamos el verso”, en
este caso del Real Madrid: justo campeón el equipo de Franco, del poder; el que
saca en la tapa a su chico estrella a pesar de que ni la tocó, hizo el cuarto
de penal y se quitó la casaca para salir en la foto; el equipo compró a un buen
jugador a un precio imposible y que casi vende al que ayer estuvo entre las
figuras (Fideo, crack de cracks: huevo, inteligencia y muchísimo fútbol). Justo
campeón porque a pesar de todo esto, es una tromba de fútbol, vendaval
intensísimo que todo lo arrasa.
Ahora, ese equipazo no pasó por encima al Aleti, y no es
esta una lección del fútbol de posesión (que de hecho no practican los de
Ancelotti) sobre el pragmatismo: porque este equipo Colchonero del hacedor de
sueños y mística Cholo Simeone, que viene de romper la hegemonía insoportable
del Barsa y el Merengue en la Liga y de yapa metió esta final, que ganó durante
92 minutos con todos, absolutamente todos los indicadores estadísticos en duda:
posesión, pases completados, tiros al arco, tiros libres.
Y no lo ganaba de casualidad: el gol a favor llega por
error, pero el Real, a pesar de su supremacía en los números, no generaba más
que cosquillas a Courtois. Pasaron los minutos y el puro empuje de los de la
Casa Blanca metió en un arco al Aleti, que lejos de su versión semifinal ya no tenía,
entre los caídos en las batallas previas, la carga de los partidos del año y el
desgaste mental de una final, piernas para salir de contra. Y sin ese peligro,
los de Ancelotti se instalaron en cancha colchonera buscando el milagro.
El milagro llegó, pero podría no haber llegado: no fue fruto
de la presión, del cansancio, de la superioridad física (que sí fue el motivo
por el cual, en el suplementario, se floreó Goliat), sino de una pelota parada,
la ultimísima jugada del partido. El golpe fue duro, y la sensación que se
llevó el Aleti es que, siendo un equipo más corto, le terminó pesando un año
donde peleó todo lo que jugó. También, por supuesto, correr detrás de la pelota
le comió las piernas: pero no es argumento suficiente para comprender cómo
llegó al empate el equipo de las diez orejonas.
La frase persiste en su vigencia: “La posesión no me interesa
para nada”, había dicho el Cholo Simeone, y cuánta razón tenía, si con un
equipo valuado en unos 80 millones de euros (8 veces menos que su rival) le
quitó la Liga a dos equipos con jugadores de 100 palos y otros que ni valor
tienen, y llegó a una final de Champions que no alcanzaron Barcelona, Bayern
Munich o los Manchesters. Ese equipo, esa cofradía de hombres forjados
místicamente por el que no negocia el sacrificio, esos tipos podrían,
tranquilamente, haberse llevado la orejona: un minuto fatal con mucho olor a
destino fue verdugo del sueño, y el tsunami del suplementario termina
desluciendo una temporada brillante.
Y también ofreciendo explicaciones inválidas: los números
respaldan la interpretación de que al fútbol se juega con pelota, pero con
pelota no hubiera habido partido (además, claro, tampoco el Merengue jugó
durante toda la temporada con el balón sino, como ahora se estila en Europa,
saliendo de contra: estilo en el que Simeone es, al menos en esta nueva era,
pionero). En lugar de afano, pegó en el palo de ser una nueva película para el
director hollywoodense en que se ha convertido Diego Pablo Simeone, hacedor de
filmes berretísimos de esos donde los buenos son los humildes y vencen al
villano imposible. Es que el tipo invita a soñar, a creer en las hazañas:
quizás esta derrota sea el epílogo de otro final pochoclero y feliz.
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