jueves, 15 de septiembre de 2011

Relatos

Todo ser humano, nadie está exento, estructura el mundo a partir de un sistema de símbolos: se nos transmite de modo naturalizado pero no “natural”, a partir de la educación, la publicidad y los medios de comunicación. A partir de estos símbolos tejemos un relato que los unifica en un sistema: el hombre totemiza, deifica y sataniza aspectos de la vida según este relato. Lo curioso es que dado el alto grado de mixtura de ideas a través de la globalización y el avance de la masividad virtual, además del peso de muchos siglos de historia narrados de modo unificado pero que en realidad incluyen guerras, conquistas y sumisiones (es decir, intercambio e imposición de ideas), este relato se ha vuelto esquizofrénico, contradictorio, un pastiche de ideas legadas que acomodamos como podemos y que muchas veces hace ruido, aunque en verdad la mayoría del tiempo vivimos creyendo lo que creemos sin más cuestionamiento.

El fútbol, como cualquier parte de nuestra cultura, está atravesado por el relato (o más bien los relatos: la noción de un relato unificado, un sistema de creencias único, es parte del relato; en verdad cada relato es personal, atravesado por circunstancias e ideas acordes a la circunstancia social e individual particular de cada sujeto, y la creencia en un relato unificado lleva a los cotidianos malentendidos). En principio la sociedad condena al fútbol, en su constante aspiración burguesa hacia el aristocracismo elevado (parte de los relatos diseminados por la clase dominante son destinados sin nada de inocencia a creer en la superioridad de lo inútil: lo Bello, la representación máxima de lo aristocrático, el fin más elevado de la mente, no es más que un juego de formas que distrae y desarma la amenaza del pensamiento). Sin embargo, no condena el deporte en general: apreciar el tenis, por ejemplo, da cierto prestigio, un aire de refinamiento que proviene de la altura de un juego tradicionalista, pretendidamente impoluto. Esta concepción del fútbol como deporte masivo lleva a los analistas del deporte a la obligación de elevarlo de categoría para no quedar ellos mismos atrapados en los barros de la masividad.

El modo de dar prestigio al fútbol es, por supuesto, volviéndolo una de las formas del arte. Surge de este discurso con naturalidad una concepción extrañísima, que determina que el fútbol debe tratarse de la belleza y no del resultado. Esta operación desnaturaliza el deporte, que en cualquiera de sus manifestaciones se trata de la persecución del resultado y no de la forma por la forma. Volveremos a esta noción más tarde.

El periodista prestigia el deporte para prestigiarse a sí mismo. Su pluma se vuelve barroca para explicitar que un escritor de fútbol puede escribir bello porque hay belleza en el fútbol, sucio deporte de masas. Toda una legión de estos periodistas defienden un ideal errado, confuso, proveniente de uno de los relatos más poderosos del occidentalismo: el catolicismo. El periodista siente culpa, necesita justificarse y se vuelve así bienpensante, inofensivo, defensor de lo que es supuestamente (socialmente) bueno para la moral. Pero el sistema de juego defendido favorece claramente a los tiburones del deporte, que saquean canteras ajenas con sus billeteras engordadas por el pacto con los medios de comunicación, que los vuelve vidrieras en el sentido comercial del término. De ese código surge el martirio del artista incomprendido, el deportista habilidoso al que por talentoso no se le pide constancia y esfuerzo. Y se repudia al que lo marca, al que intenta lo mejor para los suyos: se llama a este tipo de jugador un destructor del juego, olvidando que para jugar hay que recuperar (y obviando, claro, que todo equipo tiburón tiene un par de estos para darle libertad a los talentosos que robaron de otros clubes).

Otro código dominante se entrecruza en este relato: el código romántico. El romanticismo es una escuela sumamente autodestructiva, negativa, individualista y nihilista en su forma verdadera, que depende puramente del talento natural y la inspiración para alcanzar lo anhelado. Sin embargo se la recibe de modo positivo, se defiende de modo bienpensante esa debilidad del torturado artista romántico (el futbolista incomprendido, el mártir) y se lo vuelve ejemplar: lo cual resulta curioso, porque al resaltar su pureza y su talento, lo que se halaga es su incapacidad para cambiar el estado de cosas más que a partir de un “gesto bello y fugaz”, inútil y momentáneo, y su condición de elegido para realizar ese gesto en vano, lo cual resulta en la marginación de la posibilidad mínima de escapatoria de la gran mayoría de la gente.

La elevación del fútbol se realiza entonces a partir de resaltar los fugaces momentos de inspiración individual, en lugar de centrarse en el aspecto colectivo, solidario y esforzado. Como podrá discernirse claramente, se trata de nociones legadas de la aristocracia, que desde sus castillos enseñan la inutilidad del arte como valor positivo, como fin elevado.

Pero el periodista bienpensante imagina que su forma de pensar es la forma “buena” de pensar: lo bueno y lo bello se han naturalizado como una igualdad, y por lo tanto, lo que no corresponde a su modo moralmente “bueno” (por supuesto, una construcción social) se vuelve moralmente “malo”… y feo. Las injusticias soportadas por muchos equipos que hacían del valor colectivo y esforzado el centro de su modo de ejecutar el fútbol se deben a este prejuicio. Que no se debe sino a un equívoco provocado por siglos de distorsión de las creencias. El concepto de bello y bueno nace en la cuna del mundo occidental, en Grecia, pero su connotación es absolutamente distinta a la adoptada por el sentido común a partir de la traducción de la idea que hicieran los románticos. En Grecia, la palabra techné designaba lo que hoy llamamos arte, solo que no se trataba para ellos de un modo de crear basado en la inspiración y el talento sino en los métodos racionales involucrados en la creación de un objeto o la culminación de una meta. Arte era entonces un conjunto de técnicas racionales, destinadas a la creación: no se trataba del concepto glorificado que nos llega hoy. Y si es la técnica lo que hace al arte, que lo bello sea lo bueno adquiere un significado distinto: lo artístico, lo bello, es lo bien hecho, técnicamente. Una concepción bastante más racional que la que heredamos erróneamente.

Volvemos entonces a un concepto esbozado en las líneas anteriores: el deporte como persecución del resultado y no de la forma. En la Antigua Grecia esta diferenciación no hubiera existido, pues la persecución de la técnica perfecta implicaba la persecución del resultado. El atletismo, el más antiguo de los deportes, parece haber heredado esta noción con mayor justeza: la forma de ir más rápido, de correr más alto, es constantemente atenerse a los fundamentos básicos del quehacer, a la técnica, que sufre la contaminación de los vicios personales, los cuerpos siempre inarmónicos, la fatiga y la presión sicológica. Pero la noción se ha distorsionado y llega al conjunto de creencias comunes (lo que Platón llamó la doxa) oponiendo forma pura de resultado. La forma es inútil, y solo la aristocracia puede permitirse la persecución de lo inútil; por ende se trata de un quehacer elevado. Por el contrario, se considera que el resultado es banal, se lo convierte en puro exitismo en lugar de considerarlo un método para medir el mejoramiento personal y grupal, el premio lógico a un esfuerzo aplicado en un área.

Pierre Bourdieu se refería a la doxa como “la experiencia mediante la cual el orden natural y social del mundo aparece como evidente en sí mismo”. Al ser evidente, el orden se naturaliza: la doxa limita así las posibilidades de pensar fuera del orden. El orden es social y determina que ciertas conductas son impropias de ciertas clases, y al naturalizarse el orden social se petrifica al mismo tiempo que fija el sentido de pertenencia a una clase particular. La doxa futbolera petrifica el orden mediante los relatos románticos y católicos ya analizados, que llevan a la individualización de un deporte colectivo, a la defenestración moral del trabajo y el esfuerzo y a la concepción naturalizada de un orden lógico donde el estéticamente vistoso (que siempre es el club grande, que puede permitirse el paladar negro) es superior al estéticamente desinterasado, al esforzado, al sucio.

Este es el universo moral que de manera simplista intentan traspolar los periodistas bienpensantes, enviados de los multimedios. Se trata de un relato, como ha quedado visto, sumamente contradictorio, que pretende que “lo que quiere la gente” es en realidad un orden petrificado que favorece a una minoría, y cree también en la ejemplaridad de este tipo de fútbol aristocrático, preocupado (falsamente, por supuesto: todos los hemos visto chillar al encadenarse dos derrotas seguidas) por la estética, por el espectáculo, y no por el resultado. El espectáculo es, como la estética, ajeno al deporte, aunque se haya naturalizado, porque los esponsors pagan mucho y quieren ver chilenas y tacos, que es parte integral de éste. El periodista reproduce la lógica cuando, al hablar de juego, habla de gambetas: que no se vea una gambeta es sinonimo de jugar mal, y no de defender bien, marginando a la defensa del juego, negando uno de los dos aspectos fundamentales del juego. Existe claramente un entramado económico detrás de la diseminación del relato.

Estos periodistas bienpensantes no son amantes del fútbol real, concreto, el de las técnicas para alcanzar la victoria (y la lógica polución de la realidad sobre la perfección inalcanzable): son consumidores de una mitología creada alrededor del fútbol que eleva lo que es de paladar masivo (es decir, lo que nos gusta con culpa a una mayoría). El deseo de justificarse en las prácticas que los hermanan socialmente a las clases bajas los lleva a consumir estos relatos con fruición, con desesperación, sin reflexión, y a convertirse en defensores acérrimos de la doxa. En definitiva, aman la mitología del fútbol por el prestigio que les da defender un ideal puro, políticamente correcto, elevado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario