domingo, 11 de septiembre de 2011

Caretas

La revista Caras y Caretas trajo en su edición del mes de agosto un extenso dossier sobre el fútbol argentino. La nota principal describe muy a vuelo de pájaro la historia del fútbol argentino de la pluma de Pablo Llonto, prestigioso periodista de larga e impecable trayectoria.
La nota firmada por Llonto es sencillamente un resumen de los hechos trascendentes, con cierta bajada de línea “nacional y popular”, como es esperable de una publicación (y de un periodista) alineada al oficialismo.  Y bajo la aparentemente inofensiva apariencia de mera sinopsis, este intento de llevar agua para el molino propio termina por confundir las ideas e ideologías: básicamente Llonto refiere en un par de oportunidades a nuestra forma de juego, nacional y popular, como esa forma aristocrática, de las buenas costumbres, la inspiración romántica y la belleza plástica, impulsada por el menottismo, convencida de que el entrenamiento, en lugar de apuntalar al talento, lo asfixia. Pensamiento mágico y poco ejemplar (ya advertía Osvaldo Zubeldía sobre los campeones que no trabajan). 
Los argentinos somos entonces quienes “bailamos en fútbol”, quienes apostamos por “la gambeta, el toque y la velocidad” como forma de juego y como forma moral, artística, de ser. Por supuesto, no se hace mención a que aquella forma de pensar el fútbol llevó a que, confrontado el mito con la realidad del fútbol en 1958, resultó aquello no ser más que chauvinismo argentino. Cabe la pregunta, además, de cómo es que puede considerarse “popular” una forma jugadorista, individualista, donde la unión no hace la fuerza sino que lo hace el talento, la predisposición natural que de natural no tiene nada: el talento, cualidad que no se entrena, es naturalmente discriminatoria.
Llonto, para colmo, dedica sus líneas al Mundial 78 (y el juvenil del 79), a las que se suma una columna firmada por el sobre los campeones de aquel Mundial, a distanciarlo de la coyuntura política del momento. Lógicamente, menciona las sospechas de arreglos y doping, pero sin analizarlas demasiado las califica de meros trascendidos. Luego, con la misma liviandad, califica al equipo campeón del 86 y a aquel subcampeón conformado por verdaderos troncos voluntariosos unidos y motivados por un objetivo común, como estandartes del “vale todo”, “en condiciones de poner en práctica las peores mañas”. Esto no lo considera un trascendido, claro, mientras se encarga de negar los méritos de un equipo que logró lo que ninguno (campeonato y subcampeonato mundial) al reducir sus estrategias a meras artimañas (como si fuera possible alcanzar tales logros con pequeñeces). A Llonto lo seguimos en Un Caño y cada vez que puede alude de la misma manera a lo que el llama "bilardismo", que reduce a una única dimensión, la del exitismo, y al hacerlo la conecta a todos los males del fútbol. No hace falta aclarar que las enseñanzas de la escuela pincharrata, desvirtuadas incluso desde el fanatismo de sus propios hinchas, son distintas: el resultadismo no es sino la búsqueda del objetivo (el resultado) mediante todas las posibilidades y facetas tácticas y técnicas del juego, lo cual implica un estudio profundo e integrador del deporte más allá de las fórmulas fáciles y las escuelas.
El periodista continúa su defenstración moral: considera que si bien la dicotomía está de algún modo superada (y lo está, o mejor dicho nunca existió, siempre y cuando no se caigan en los reduccionismos en los que incurre el autor) explica “formas distintas de sentir no sólo el fútbol, sino también la vida”. Este tipo de traspolaciones de la vida al deporte, tan comunes en los líricos, se alimenta de ingenuos o malintencionados reduccionismos morales. Pero entremos en la discusión: el periodista peronista Pablo Llonto, ¿no considera que si hay una forma válida en el fútbol para dar ejemplo a la vida, esa es la forma de la escuela de Bilardo, que enseña que el esfuerzo colectivo supera las diferencias “naturales”? Al parecer, en lugar de hacer esta consideración, elige caer en el mismo lugar común, ignorante, en el que cayó recientemente José Samano de El País, esa opinión común y maniquea que, impulsada desde los medios de comunicación, defensores de intereses hegemónicos y, a esta altura, mentalmente moldeados para defender esos intereses desde la ingenuidad, se alimenta de leyendas (de “trascendidos”) para evitar la rebelión de los menos poderosos desde el esfuerzo, el trabajo, la solidaridad. Desde los inicios del tiempo, vale agregar, la amenaza a lo establecido fue reducido a un ente malvado, peligroso, criminal.
Este modo de apreciar el fútbol lleva a Llonto a consideraciones extrañas, como por ejemplo valorar la derrota mundialista vs. Italia en el 78 porque… “en aquel equipo no había picapiedras” (?). Se deslinda el resultado del deporte, y se lo valora a partir de una moral subjetiva y, como hemos visto, perjudicial para quienes menos tienen. Argentina necesitó de una sospechosa victoria contra Perú para pasar de ronda, pero aquello de amoral, claro, no tiene nada.
La operación se completa con dos columnas: mientras que la columna de Bilardo habla sobre cábalas (es decir, lo reducen a él mismo a una especie de loco) la de Cappa, lugarteniente de Menotti, habla, por supuesto, del “fútbol que le gusta a la gente”, ese invento que adjudican al pueblo pero que en realidad, como siempre sucede que las cosas se hacen “por el pueblo”, es en beneficio de unos pocos clubes grandes.

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