viernes, 16 de septiembre de 2011

El fin de la infancia


La infancia es un lugar mágico de tótems y fantasias, de dioses e ilusiones. Un lugar del que hasta el adulto más cínico no se desprende nunca, que moldea su modo de ser y vivir, sus decisiones y opiniones, desde un lugar profundo, desconocido hasta para uno mismo.

El paso a la adultez ha sido retratada, casi unánimemente, como la pérdida de las ilusiones y la mutación hacia un ser desencantado, obligadamente cínico y, por ende, tramposo, hipócrita, amoral.

El fútbol es la niñez, sin dudas, para la mayoría (sin dudas, para el lector del blog). Son inseperables los picados de los recuerdos de recreos, cumpleaños y fines de semana, los goles casi míticos, legendarios para la narrativa propia, que se hacen gambeteando a todos los rivales, o delante de una chica, ese “primer gol” al que hacía referencia Osvaldo Soriano. Sin dudas que en el fútbol profesional se refugia esa magia que se cree perdida en el adulto: “suspensión of desbelief”, suspensión de la incredulidad, del cinismo, término proveniente de la crítica literaria que describe perfectamente el mundo mágico en el que uno se sumerge temporalmente y por momentos gracias al fútbol.

Y alrededor de esta noción se ha edificado una estética del fútbol, de lo que el fútbol debería ser y de ningún modo, en estos tiempos de adultez y profesionalismo, puede ser. El fútbol, es cierto, es uno de los últimos refugios de la magia, de la sorpresa, de la maravilla. Los milagros ocurren en lugares inesperados, dando lugar así a la justificación adulta del seguimiento obsesivo de fútbol: se persigue la magia, siempre elusiva, se persigue la confirmación de las creencias de niño enterrados con una risita descreída por el adulto. Como ya cada vez menos las artes, cuna de aventuras devenida discusión autoindulgente y críptica, encerradas en sí mismas y orgullosas del más inteligente y adulto cinismo, el fútbol, y muchos deportes, quizás por la pureza de la práctica (de objetivos claros, concretos) en oposición a la corruptibilidad del discurso (siempre tendiente a la ambigüedad y la doble moral), protegen ese último halo de magia en este mundo descreído.

Poetas y periodistas, y una creciente gama de técnicos sobreeducados, se juramentan la protección de esta infancia que ya se les fue una vez y construyen todo un aparato teórico-estético alrededor de las magias futbolísticas. Nace allí la corriente liricista, siempre combativa y necesitada de creer que el fútbol es el refugio de lo sobrenatural, de lo maravilloso. Empieza el reino de la improvisación, de la negativa al laburo, a la sistematización. Se eleva allí al deporte a la categoría de Arte, con mayúscula: lo sublime, lo intocable, lo puro, lo milagroso.

Pero estos milagros del fútbol son excepción (de allí inclusive su valor) y no basamento del fútbol. Entonces los líricos van a las canchas a ver un fútbol mitológico que rara vez encuentran, dedicándose el resto del tiempo a denostar el deporte, su creciente avaricia, lo aburrido que resulta (lo cual es lógico en su perspectiva: esperan malabares individualistas y se encuentran con despejes). No buscan en el fútbol sino la satisfacción de sus deseos insatisfechos y la confirmación de que esconde una recompensa espiritual, de que eleva el alma.

El fútbol, lo sabe quien ha jugado el juego más allá del picado con amigos, es competencia, un término que sin dudas horroriza a los inocentes poetizadotes del fútbol. La competencia divide, es cierto, pero lo hace bajo reglas estrictas e igualitarias. No se trata de un enfrentamiento encarnizado (como el que protagonizan los defensores de la magia con sus detractores) sino una noble lucha sin excusas dialécticas, con reglas claras y resultados mesurables. La competencia une más que lo que divide: no solo a los rivales, que aún desde el más profundo deseo de victoria se respetan lo suficiente como para enfrentarse, medirse, no sentirse superiores; une más que nada a los compañeros, que se embarcan en una lucha no por conseguir el lujo más bonito sino por alcanzar la victoria, hombro con hombro, junto a sus compañeros.

Allí reside la verdadera belleza del fútbol. No en el gesto individual, no en la reminiscencia de magias e infancias perdidas, sino en la hermanación, en la unión como modo de combate. El fútbol refleja la fuerza colectiva de la gente.

Pero esa fuerza, en tiempos (como acaso han sido la mayoría de los tiempos) de un cinismo burgués y perezoso que todo lo corroe, ha perdido su fuerza porque ya nadie cree en ella. Los poetas se amparan de este mundo sin fe ni esperanza en magias y mitos; los tiburones se alimentan de la desunión. En definitiva, todos son individualistas, preocupados por su bienestar antes que por el de la sociedad. Si de todos modos, piensan cuando piensan, esa batalla está perdida.

De chico nadie quiere ser el defensor con oficio, todos el crack. Luego uno va creciendo y aprende que quizas el mejor modo de servir al equipo (y por ende al rendimiento propio) es ocupando otra posicion, jugando otro rol. Y es entonces donde empieza a apreciar a jugadores distintos del crack. Empieza a comprender mas profundamente y a apreciar el futbol en su totalidad, no solo la magia. No se trata de una transicion hacia el cinismo, sino de una comprensión del carácter colectivo y solidario del juego, de una superación de los individualismos por la causa conjunta.


No hay comentarios:

Publicar un comentario