Veinte años. Veinte que son más de treinta, porque se sabe que te criaste pateando por el country, atado a una pelota por el destino, por ese lazo de la mística, de la familia. Lógico que te duelan el cuerpo y el alma de tanto andar, Pelado: veinte años de pura cuesta arriba, nunca un ratito de pendiente para disfrutar de la inercia. Si cuando debutaste, un 24 de abril de 1994 (1-0 a Mandiyú para esperanzar con la permanencia), nos estábamos yendo a la B. Tenías 19 pirulos y cuatro meses después sufrías el descenso, como un hincha todavía.
Así arrancaba la carrera del tipo que daría la vuelta al mundo descociéndola, vistiendo las casacas más prestigiosas: Juan Sebastián Verón se iba al descenso, el infierno del fútbol argentino, para resurgir 12 meses después convertido en crack. Actor principal en un equipo estelar que ganó el duro torneo de punta a punta, el juvenil Verón jugó seis meses más y después salvó al club no con sus pies sino con los dólares de su venta. Aquel Estudiantes no podía evitar el éxodo de esa pegada única, de esa forma quirúrgica de golpear el balón.
Pero vos sabías que ibas a volver. Tu grandeza no está en los títulos, está antes: cuando el Inter te tiró nosecuántos millones y vos te quisiste pegar la vuelta a unas canchas donde te escupen, te putean, te ningunean, te infaman (aunque sospechamos te gusta tanto como a nosotros), para salir campeón con el club de tu vida. Cuando salir campeón, convengamos, era una utopía, cosa del pasado.
Verón cambió esa mentalidad desprovista de fe. Verón resembró la semilla de la mística. Verón tiró en el túnel que había que ganar para salir campeón cuando quedaba medio torneo, y sus compañeros escucharon primero incrédulos, cómodos en el rol del simpático perseguidor, y después hambrientos: ese día los vecinos se comieron siete, y desde entonces Estudiantes perdió solamente un clásico.
Y Verón salió, contra todo pronóstico, pura manifestación de fe, campeón, de la manera más fílmica que se puede ser campeón: desde atrás, contra todos, el punto dándole vuelta el partido al candidato, para que se cumpla la profecía y el Pelado festeje con su papá, la Bruja, en cancha, un abrazo de una decena de estrellas.
Lo que siguió es historia: el partido en el Mineirao es una de las grandes gestas mundiales del fútbol, le pese a quien le pese, así como también la dolorosa final ante el Barcelona y el campeonato rastrojero. Y la historia también recordará con amor tu última etapa, la pedagógica, la cabeza y las espaldas de una necesaria renovación, el puntal para que los chicos crezcan, el que con cada pique de cincuenta metros, con cada partido infiltrado, los obliga a dejar de remolonear, aturdidos por sus nuevos sueldos y sus nuevos autos, los obliga a correr y meter porque así es Estudiantes.
Pero la historia está en los libros. Antes de la historia, hubo un acto, secreto, imperceptible: la refundación de la fe, el renacimiento de la mística, la invitación a creer en que todo se puede y, más que nada, el desafío de intentar ser tan grandes como obliga el legado de las generaciones pasadas. Eso fue Verón para Estudiantes: el jugador más preponderante de la historia del club porque, cuando ya todos, incluso nosotros, creían que aquellas noches coperas habían sido accidentales, generacionales, vino un tipo, dejando de lado fastuosos dineros, para enseñarnos que no, que la herencia sigue viva, que Estudiantes es una esencia inexplicable de gloria que se transmite de generación en generación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario