martes, 1 de julio de 2014

La rebelión



¡Gol carajo! ¡Gol la puta madre! ¡Gritalo carajo gol carajo gol!...

Todo, desde el minuto 118 hasta el 120+4, es descontrol puro. Los jugadores se vuelven montaña. Festejan eufóricos, desahogo y alivio por evitar los penales. Gritan un rato larguísimo y el juez adiciona tres minutos en castigo: tres más, los mismos tres que sumó a los segundos 45, una locura.

Y vos, y yo y todos, nos agarramos los pelos, el izquierdo ya dolorido, nos dislocamos los dedos haciendo cosas alquímicas que no comprendemos del todo. Y vos, y yo y todos, nos tiramos al piso abatidos por la angustia: Dzemaili cabecea al palo y después el balón le rebota… y sale. No podemos más. Terminalo, le gritás al televisor. En la tele no te oyen y le dan tiro libre a Suiza, ahí a centímetros del área, penal con barrera con ya tres y pico de adicional, ¿qué te pasa Eriksson? La FIFA puso un árbitro UEFA y te parece que ahora todo cierra, imaginás una conspiración mientras se prepara Shaqiri, el bueno de ellos, y tarda una eternidad, gestando paros cardíacos a lo largo y a lo ancho de nuestro país.

Patea Shaqiri.

Pega en la barrera.

Pita el pirata sueco.

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Todo tiembla. Todo suda. Porque antes hubo un partido frustrante, dificilísimo, una prueba en la cual Argentina sacó pecho y dio muestra de que, más allá de que los jugadores estén tocados, más allá del esquema, del rival, hay hambre. Argentina venció a Suiza 1-0, con gol de Di María en el minuto 119. Argentina se venció a sí mismo, primero que nada.

Porque Suiza vino con el libreto bien estudiado y le pasó la pelota (literalmente, casi) a Argentina: los de rojo esperarían bien agrupaditos apostando a la contra, la fórmula para encontrar espacios en este Mundial donde todos estudian como achicarlos. El mismo planteo que hiciera Irán, que, más allá de los aciertos del rival, desnudó el nivel bajo de los delanteros argentinos.

La Suiza de Hittfield replicó, apostando a la velocidad traviesa de Shaqiri en la contra: y bastante complicó con esta fórmula en la primera etapa, donde Argentina sufrió, volvió a ser ese equipo rendido ante las telarañas del rival, rehén de la estrategia ajena, incapaz de plantear las condiciones. Los europeos, esperando y saliendo, llegaron más que la Albiceleste de Sabella.

Lo lógico: los de camiseta roja trataron que los buenos de celeste y blanco no se asociaran. Cortó el circuito de juego desde Gago, atrapó a Messi en un mar de piernas, cortó con falta los vuelos iniciales de Di María y, sin circulación rápida, Argentina tocaba de forma horizontal y dependía demasiado de la subida de los laterales para sorprender. No son Rojo ni Zabaleta quienes deben salvar a Argentina.

El fútbol es fútbol y ajedrez, y el ajedrez ha complicado a más de uno que sólo pensó en el fútbol y ha discutido al menos las viejas jerarquías futboleras: hoy, cualquiera puede ganarle a cualquiera en un partido. Pero también, el fútbol es actitud: cuando la cosa viene torcida uno puede elegir acompañar la caída o rebelarse: Argentina traía en este Mundial más aceptación de la mala que rebeldía, pero la cosa fue distinta en la segunda etapa. Los de Sabella salieron a ganar: como con Nigeria, con más movilidad y predisposición, aunque duela cada metro recorrido, la cosa cambia. El segundo tiempo fue todo argentino: la pelota paseó por el campo suizo sin que los rojos la tocaran, inofensiva, sí, pero al menos esbozando algo del equilibrio imaginado por Pachorra.

Ahora, ante el abrumador dominio de la posesión por parte de Argentina, fue Suiza el que aceptó el rol que proponía su rival. Ahora sí, Argentina imponía condiciones: la contra de los europeos quedó casi desactivada, demasiado largo el rival, demasiado partido, ocupados 9 de sus 11 jugadores en marcar detrás del círculo central. Las intentonas aisladas del rival, además, eran desactivadas por un feroz Mascherano, el jugador argentino del Mundial, el jefe, el sólo el equilibrio; y por Marcos Rojo, de enorme torneo y hoy jugando un partido de emotivo despliegue, de esos que desgarran el corazón: siempre el jugador que más corre, esta vez terminó en una pierna, acalambrado, pero sin haber errado una sola jugada, en ataque y defensa.

La aglomeración de gente provocó que, aún corriendo y buscando, Argentina no pudiera: la presión, el reloj, el rival también, claro, fueron todos condimentos de una Selección que buscaba pero no encontraba. No aparecían, además, Di María y Messi, las cartas de la victoria que tenían mil hombres encima, a pesar de que Sabella los cambiara de punta. Empujaba pero sin poder atinar, como a ciegas. El suplementario que aparecía en el horizonte apuró las decisiones y se fue el partido en nervios y desaciertos.

Los 30 minutos extra son una de las instancias más difíciles y crueles de jugar. Un gol en contra es casi condena, y muchos, agarrotados, comienzan a firmar los penales. Suiza, que por haber hecho menos gasto estaba más entero, se mostró, tras alguna prueba tibia, dispuesto a hacer todo para llegar a esa instancia. Y Argentina… no podía más. Ya estaban Basanta y Palacios en cancha, pero el segundo, que ilusiona por su velocidad y su capacidad para encontrar el hueco, no tenía espacio para desarrollar su velocidad, ni socios a esa altura para aunque sea arrastrar una marca.

Y entonces, Di María: desaparecido en todo el torneo, quien asomaba como un potencial Messi bis venía decepcionando. Pero en los 30 finales fue él el que tomó la lanza, el que cargó la responsabilidad, el que quiso ganar más que nadie. Encaró y encaró, y descubrió que el rival también estaba muerto y agarrotado, y siguió encarando. Todas, claro, terminaban mal. Una pierna, un cruce, un foul, evitaban el gol. Parecía que no había modo.

Lo horca marcaba 119. Suiza tocaba en el fondo, saliendo sin apuro, esperando el pitazo. Palacios presionó, y con bastante fortuna se la llevó: premio al mérito de ir a buscar una pelota que no traía consecuencias, el jugador del Inter levantó la cabeza y se dio cuenta que Suiza estaba quebrado, los mediocampistas salían al ataque y los defensores comenzaban un panicoso retroceso. Para colmo, Messi venía de frente, levantando vuelo como no había podido hacer en todo el encuentro, absorbido por Behrami-Inler, el doble cinco suizo.

Palacios controló la pelota y pasó a La Pulga. Messi corrió contra la defensa suiza que volvía sobre sus pasos, la peor forma de marcar al rosarino. Aunque, claro, salirle al cruce a Messi, en pleno vuelo, con espacios, es fórmula para el ridículo: el central suizo lo intentó, el 10 lo pasó fácil y el lateral Rodríguez no supo si tomar a Lío o a Di María.

Porque Fideo venía, por derecha, como una tromba: el último pique. Y Messi, inteligente y generoso, esperó un segundo a que lo tomara la marca y entonces pasó al jugador del Real, que pisó el área sin marca, tocó de zurda al segundo palo y venció, al fin, tras una vida de parir, a Diego Benaglio. Un gol que vale oro.

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Es la hora del grito. Argentina fue el único de los dos que se rebeló a la narrativa empatada del encuentros, a los penales, y por eso, por insistir cuando otros desisten, ganó, con épica de la que se cuentan las grandes historias. Jugó, además, su mejor encuentro, sobre todo a partir del segundo tiempo, y ante el rival más fuerte que le ha tocado en el Mundial. Ganó la partida de ajedrez, ganó el duelo de paciencia y también el encuentro de fútbol: y así, sufriendo porque si no no vale, está en cuartos.


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