lunes, 14 de julio de 2014

Nuestra Italia 90



El lenguaje no alcanza, apenas consigue arañar la superficie: Argentina siente un desgarrarse el alma, un esfuerzo gladiador en vano, vuelto sangre y cenizas en un instante, una distracción fatal como cuando uno cruza la calle mirando hacia el lado incorrecto. Así, así fue el tanto de Gotze para el triunfo alemán, en tiempo suplementario. Y ahora algunos ponen máscaras de sonrisa y tiran petardos, algunos incluso se exceden y tiran piedras y la policía, que también es Argentina, contesta: porque estamos todos más que calientes, porque ese gol será pesadilla de cuatro años.

Alemania es campeón del mundo, y justo: el mejor equipo del torneo, el de proyecto más coherente, formado allá tras la salida de Klinsman. Low, el actual entrenador, era su mano derecha y formó este grupo que ahora lleva dos mundiales, ocho años, jugando de la misma manera. Un ADN, además, que hoy, desde el Bayer Munich y los equipos que han sabido imitar el nuevo modelo, domina el mundo.

Esta Copa es entonces como aquella de 2010 de España, la frutilla en el postre de un proceso planificado: todo lo contrario al equipo argentino, que tuvo tres entrenadores desde el Mundial pasado, además de estar siempre atravesado por la improvisación y la polémica. AFA es insoportable, y también los medios argentinos, que comenzaron buscando cortarle la cabeza al entrenador y hoy lo aplauden. Por todo, seguramente el mejor técnico argentino de los últimos 24 años, Alejandro Sabella, no seguirá en el cargo.

El Magno: responsable de esta final, comenzó escuchando algunos pedidos demasiado públicos de los jugadores y terminó acomodando el equipo a lo que pretendía. Solidaridad, inteligencia, equilibrio, claves del equipo también ayer para contener a los incontenibles germanos: Alemania tuvo una de cabeza en el primer tiempo, y poco más. Aproximaciones, varias, posesión, toda: pero Sabella sabía que aquello era lo que convenía. Que la tenga el equipo de Low, pero sin espacios.

Y entonces hay que hablar, otra vez, de Mascherano. El sólo merece la Copa, y sin lugar a dudas ha sido el mejor jugador del Mundial, el líder de una manada que se sobrepuso a todo tipo de dificultades. Faltaron Di María, Agüero, Higuain, por lesión, tres de los cuatro fantásticos: el otro terminó el torneo con el motor fundido. Masche corrió por todos. Ayer, fue otra vez pulmón y cerebro, el guía de una defensa que nunca se desordenó y minimizó a Alemania, el temible, el del 7 a 1 al vecino rencoroso.

El plan funcionaba: pero los de arriba no. Porque, al revés que lo que se esperaba, el déficit del Mundial fueron los que jugaban solos. Messi pagó una temporada de patadas, y también le peso, ayer, ser el único capaz de conducir a la victoria; Di María se lesionó cuando mejor estaba; Agüero, seis lesiones el año, nunca fue; Higuaín jugó mejor para el equipo que para sí mismo, y nunca alimentó con goles su confianza. Ayer, cuando tenía todo para romperle el arco tras garrafal error en la salida germana, le perdonó la vida al rival. Luego le anularon un gol.

Es que Argentina era mucho más. Esperaba y salía, y con los de arriba todavía frescos y un gran depsliegue de Lavezzi, acumuló chances e insinuaciones. A las dos de Higuaín, hay que agregarle un mano a mano de Messi y otro de Palacio. Todos erraron su cita con la historia, y mucho tuvo que ver el pulso. La Selección podría haber recibido colaboración para marcar si el árbitro hubiese cobrado un alevosísimo penal de Neuer a Higuaín: el arquero salió a lo bonzo y estrelló su rodilla contra la mandíbula del Pipita. El árbitro se disfrazó de Codesal y marcó ¡tiro libre para Alemania! Y la afición local celebró.

Con el correr de los minutos Argentina comenzó a sentir los dos alargues jugados y el estado físico general, que nunca fue bueno. Alemania seguía fresco, andá a saber que toman allá en los feed lots de Berlín, y comenzaba a preocupar. Sabella se la jugó y metió a Agüero para que juegue a espaldas de Schwensteiger, y a Palacio, para jugar de contra: ambos le sumaron preocupación pero le quitaron peso al ataque. Y entonces, la Selección comenzó a jugar en zona de milagros.

Y no hubo mesianismo que nos salve: Alemania encontró una, de la mano de dos que saltaron del banco (Schurle y Gotze), la mandó a guardar cuando el reloj decían que ya eran penales menos cinco, y chau pichi, a llorar al Obelisco. No hubo mesianismo, pero, quizás, sea para mejor: Alemania no tuvo al mejor jugador del Mundial porque fueron un bloque para la victoria, y Argentina, esta Argentina que supo armar, contra viento y marea, contra presiones y lesiones, Alejandro Sabella, tampoco tuvo a una estrella determinante y fulgurante, sino que jugó, ganó y perdió, como equipo.



Como equipo. Hace rato que en la Selección no se sentía esa palabra: decir, siempre, para la gilada; concretarla, pocas veces en muchos años. Acá hubo cofradía, manada de bestias, siempre al borde, siempre acalambrados hasta el alma, heridos por todos lados, cansados de tanto nadar contra la corriente. No alcanzó: y ahora nuestra generación tiene su Italia 90, y recordará con amor, no hay otra palabra, las corridas del Masche, las atajadas de Chiquito, a Rojo, la puta madre, ¡a Rojo rompiéndola!, a Biglia enyesado, al Pipita clavándola contra Bélgica, al Messi líder y volador de la primera fase, al Fideo y ese gol agónico con Suiza. Fue hermoso, después de todo, durar todo el Mundial tras tantos años. Pero ahora hay que bancarse este dolor: faltan cuatro años, el futuro es incierto, y el presente duele con la certeza de que se escapó por nada.

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