martes, 3 de julio de 2012

Cuchilleros (una visión seudosociológica de los barrabravas y la argentinidad)


Borges admiraba el valor de los cuchilleros de fin de siglo, seres marginados que solucionaban las cuestiones de honor en duelos a matar o morir. A la vez, deploraba lo que para él significaban, hijos del desierto, de una tierra inhabitada, incivilizada, productos de la barbarie argentina. Este discurso maniqueo de Borges es el que está presente en el análisis de los medios en torno a la problemática de la violencia en el fútbol. Tan es así que un reciente documental español que recorre las “exóticas” barras argentinas con una fascinación horrorizada, entrevista al líder de la barra de Excursionistas, a quien muestra ejecutando una especie de danza alardeando sus cuchillos desmesurados mientras una voz en off comenta que murió, en circunstancias sospechosas, la semana siguiente.

Este discurso es reproducido habitualmente por los medios y forma la opinión pública, que ubica en el centro del problema a las barras y encuentra entonces la tranquilizadora solución, que reside en eliminarlos para eliminar la violencia. Se arman así dos bandos y se construye a los barras como “inadaptados”, “irracionales”, excepciones al sistema que deben ser erradicadas. Todas las leyes dedicadas a la violencia en el fútbol se han dedicado, así, a combatir a “los violentos”, ese grupo que opera desde las sombras para arruinar la fiesta del fútbol. Pero los barras, en verdad, son seres sumamente racionales, en cuanto obedecen a una lógica, y en absoluto excepciones, sino más bien seres integrales de la sociedad que obedecen las reglas de un código moral compartido por gran parte de los argentinos: el “aguante”, que obliga a poner el cuerpo en defensa del honor y que ganó particular legitimación durante la década de los 90. La fragmentación de la sociedad producida en aquellos años por el debilitamiento del Estado y la invasión privatista provocaron la disolución de las grandes identidades. Subsistieron las micro-identidades, particularmente los equipos de fútbol, como último bastión de la identidad, y de pronto comenzó a tener sentido dejar la vida por el equipo en cuanto implicaba la defensa de algo mucho más grande, una comunidad. Así los barrabravas se constituyeron como seres románticos (los retratados en el programa El Aguante) y héroes barriales.

Las barras bravas, entonces, actúan no de modo irracional sino acorde a una racionalidad “cuchillera”, y es la propia sociedad la que los empuja a la pelea, a la defensa de la identidad: los barras, así legitimados, hacen lo que la lógica del aguante espera de ellos. El momento de la prueba, que determina su valía como hombres, es necesariamente el combate. Las cicatrices de los cuchilleros constituyen su capital simbólico, prueba de su aguante. No responder al llamado, no defender el honor, implica la pérdida de la masculinidad, la peor desgracia de un código que ordena el mundo no entre hombres y mujeres sino entre hombres y no hombres.

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