viernes, 1 de junio de 2012

Zonas libres


A la memoria de Miguel Romano



El antropólogo Eduardo Archetti, a quien hemos mencionado ya un par de veces, proponía dos fundaciones para el fútbol argentino. La fundación inglesa, original, nacida fruto de la inmigración inglesa al país y la subsecuente instalación de schools (institutos que, sin ser privados, se reservaban el derecho de admisión), incluía en su currícula el fútbol como modo de apaciguar a los hormonales jovencitos y enseñarles la necesaria disciplina. Se trataba, en efecto, de un juego más mecánico, más sujeto a pautas, un juego férreo, organizado fuertemente, que hacía hincapié en el trabajo en conjunto. Pero el deporte inglés, con el correr de los años, fue adoptado por las clases populares hasta provocar una transformación total en el juego. El ingreso de la chusma devino en la formación de clubes criollos, por fuera de las schools, y cuando estos se volvieron contendientes serios en los torneos de fútbol, los ingleses se retiraron de la práctica de un deporte copado por las masas a prácticas más elitistas (rugby, hockey).

Esta segunda fundación, fechada en 1913 a partir del primer campeón predominantemente criollo (Racing) y el retiro del campeón emblemático de la era inglesa (Alumni), constituyó una reinvención del estilo de juego: de ser un deporte fuertemente sistemático y colectivo, se transformó en un juego creativo, individualista. Las clases populares se apropiaron del fútbol sobre todo al sacarlo del marco escolar y practicarlo al margen del estado, en los potreros, sitios desregulados que Archetti denominó zonas libres.

El sustento antropológico que Archetti dio al discurso de “la nuestra” (basa sus investigaciones en la narrativa creada por El Gráfico en 1920 y que atraviesa y cesga todo análisis futbolístico en Argentina) quizás haya dejado al margen ciertas características no tan poéticas que resultan de la práctica libre y desregulada: la trampa y cierta propensión a la violencia (después de todo, no hay justicia, por ende hay justicieros) y el carácter fuerte resultante de dicha inclinación, que también son parte del fútbol de zonas libres. El acierto del concepto resulta, sin embargo, revelador, al explicar sin discursos genéticos la fuertísima impronta creativa del fútbol practicado en zonas libres.

Ningún otro deporte se practica en Argentina en zonas libres. Muchos han adoptado ciertas características potrerísticas por osmosis: todos los deportistas han jugado al fútbol además de practicar su disciplina, probablemente con cierta asiduidad; la tradición, el estilo, vale agregar, se reproduce incluso alcanzando a aquellos argentinos que no juegan al fútbol en potreros. Así, nuestros jugadores de hockey, de basquet, de rugby, algunos al menos, muestran de vez en cuando chispazos traducibles como “de potrero” por una interpretación del deporte fuertemente futbolizada (como ejemplifica este artículo). Lejos están en Argentina, sin embargo, los deportes (y también la mayoría del fútbol profesional) de practicar esa variante de potrero, creativa pero fuertemente individualista y desorganizada. Como explica Marcelo Gantman en su reciente libro, “Héroes igual” (que debería ser fundacional hacia una nueva interpretación del juego), alejados de esa lógica folclórica muchos deportes han sido exitosos en Argentina a partir de la organización y el proyecto a largo plazo como modo de apuntalar el talento. La creencia extendida en el país, sin embargo, es que toda forma de sistematización asfixia la creatividad.

EL CASO NBA

Como modo de desmitificar la dicotomía organización/libertad, hablemos un poco del basquet en Estados Unidos. Allí también podríamos identificar dos fundaciones, la primera como deporte legado desde Europa y practicado en claustros académicos, de modo elitista, una práctica de predominancia blanca; la segunda, la refundación popular del basquet que se hizo en los barrios negros de Estados Unidos, que modificaron el modo en que se practicaba el deporte para siempre. Los parques con aros y también los terrenos baldíos reconvertidos en courts debido a iniciativas sociales practicadas en las zonas más pobres dieron el marco libre para la reinvención del deporte al margen del Estado, por fuera de la escuela, la obligación, la reglamentación. Nació un deporte fuerte, dinámico, espectacular, al punto incluso de cambiar las reglas (las volcadas, por ejemplo, eran ilegales hasta que se convirtieron en regla por costumbre, al ser la población negra coptada para jugar al basquet de modo profesional). Ese basquet llevó a Estados Unidos a ser el monarca indiscutido del deporte, hasta que la globalización permitió una igualación, a partir de la imitación y el estudio del estilo norteamericano, por parte de los europeos y sudamericanos, que lentamente comienzan a discutir la hegemonía.

Hubo algunas oportunidades en que se planteó la cuestión del estilo: todos recordamos, por ejemplo, las peleas entre Wesley Snipes y Woody Harrelson en "White men can't jump", una escenificación perfecta de las dos fundaciones del basket yanqui y su hibridación. "Claro que te conozco: preferís verte bien y perder que verte mal y ganar", le espeta el blanco al negro, tras lo cual vemos a Snipes hacer movidas absoluta e innecesariamente faraibas. Bueno, la película también deconstruye la narrativa: Snipes es a la vez showman y practico; Harrelson, el jugador practico en el court, pierde todo lo que gana por ser calentón, por dejarse llevar por el orgullo: por no querer verse mal. No se juega como se es, ni se es de una manera estereotipada. (También, por cierto, deconstruye la idea del macho proveedor...)

El filme resulta perfecto para mostrar las tensiones discursivas que sirven de soporte a estructuras profundas de segregación racial: los cuentitos del estilo blanco y el estilo negro esconden, como hemos repasado multitud de veces, cuestiones sociales (en EE UU, siempre ligadas a la raza) y complotan contra el funcionamiento de las sociedades (en este caso, de la sociedad de los protagonistas, que es, por supuesto, metáfora de la sociedad norteamericana). 

 En el terreno no ficticio también se dio el debate cuando la selección norteamericana que perdió, con estudiantes universitarios como era la costumbre hasta 1992 (el tercer puesto de los colegiales obligó a EE UU a sacar su arsenal), contra su archinémesis soviético por primera vez en la historia olímpica en 1972, eligió un estilo más tradicional, menos veloz y asistemático, de menor goleo, que fue fuertemente cuestionado incluso antes de aquella derrota. Sin embargo, desde siempre ha habido un intento de corregir, por parte del deporte universitario y profesional, los vicios de la zona libre, de encauzar la creatividad en el marco del equipo. Cuando las cosas se vuelven dicotómicas, queda claro, nada funciona.

HIBRIDACION

Si la crianza en los potreros del basket crea un cierto estilo, y la práctica escolástica de predominancia blanca otros, está claro que el basket superprofesional de la NBA opera como una mezcla que, al igual que nos cuenta el mito del crisol de razas, se une en pos del objetivo. Y el objetivo, cuando hay millones de dólares en el medio, no puede ser otro que ganar. El profesionalismo de Argentina, sin embargo, continúa sin resolver las tensiones de los opuestos. Desde la parte física, no se ha planteado nunca discusión acerca de la utilidad de ser fuerte, de la necesidad de entrenar: el deportista estadounidense, sobre todo el de cuna de barro, es un atleta orgullosamente fuerte, y no es sólo una fortaleza de carácter sino una fortaleza física y disciplinar. El futbolista argentino tiene una inclinación mayor a la indisciplina, quizás por la menor profesionalización del deporte (menos dinero en juego) o por una relativización mayor del discurso de la movilidad social (muy fuerte en EE UU con la narrativa del sueño americano); de todos modos, en rigor, los salpicones de indisciplina existen en ambos casos, sólo que el argentino, no sólo el de origen humilde, suele desestimar el entrenamiento y el esfuerzo físico y basar todo en el talento del potrero; la juventud norteamericana, sin embargo, atravesada poderosamente por la necesidad de mejorarse, de trascender los límites (los humanos y los sociales), propia de una nación conquistadora, tiende a fortalecer el cuerpo como modo de defender la unicidad, el talento, como modo de apuntalar las cualidad innatas, de elevarse por sobre el resto.

Desde lo tecnico la diferencia es sutil pero fundamental: el talentoso es la estrella, pero existe una serie de aprendizajes de la estrella y también del equipo para mejorar el rendimiento colectivo. Existe en Estados Unidos un nivel de cientifización del deporte enormemente mayor, en parte porque en Argentina la ciencia está absolutamente divorciada del deporte, y por ende los basquetbolistas sufren correcciones posturales y sobre todo tácticas, tendientes a concientizar al atleta sobre sus obligaciones puntuales en el marco del equipo. A pesar de esto, se suelen formar equipos alrededor del talento: el one man show es algo absolutamente normal, el talento sostenido por el resto del equipo, potenciado por los compañeros. No hay negación del talento a partir de la sistematización, sino que se lo usualemente ubica en el centro del sistema. El equipo, simplemente, facilita su labor y a la vez, lo carga con la obligación de aparecer cuando la bola quema. El talento se haya, sin debate, al servicio del equipo, o se descarta.

ARGENTINA

El fútbol argentino ha extremado su discurso, defendiendo su estilo aún ante la dura realidad de los fracasos internacionales: “la nuestra” es un rasgo de nacionalidad, y es el orgullo patriotero, la soberbia chauvinista argentina, lo que se pone en juego cuando juega la Selección. Marcelo Gantman profundiza en este sentido que esta extremación del discurso ha generado el discurso de los “héroes igual”, aquellos que no logran los objetivos (que no son necesariamente los primeros puestos, sino cumplir ciertas metas pautadas de antemano acorde a las posibilidades reales, no imaginadas desde el orgullo, por el equipo), pero son largamente loados de todos modos. Un discurso conformista que oculta, y en un punto hasta impide, la falta de preparación seria, profesional: el argentino deja todo al azar y a la hazaña heroica contra todas las posibilidades, en lugar de intentar mejorar las posibilidades a través del entrenamiento sistemático, científico, y lo hace porque el discurso folclórico ha corrido el eje del objetivo de todo deporte: si en la alta competencia se participa para alcanzar el éxito, comprendido no solo como campeonar sino también como alcanzar el pico de las posibilidades, en el fútbol argentino se juega para lucir, por lo estético. Y cuando lo estético no es exitoso, es porque el mundo es injusto e inmoral: nunca se plantea la insuficiencia de la preparación, como indica el millar de personas que recibió a la Selección que se comió 4 con Alemania por cabeza dura.

Si el fútbol argentino da este mal ejemplo (al país, en definitiva, si el deporte debe oficiar de modelo), otros deportes en el país, explica Gantman, han sido por el contrario absolutamente edificantes. El basquet argentino no nació en los inexistentes baldíos con aros, pero tampoco en las escuelas: su origen aparece ligado al nacimiento de los clubes sociales, y su práctica fue por ende recreativa antes que disciplinar, pero aún así regulada por una organización madre. El basquet, el segundo deporte del país que supo ser campeón del mundo en 1950, tuvo que esperar hasta 1984 para tener su propia liga profesional, el sueño de su creador León Najnudel. A partir de entonces nació un proceso loable, a largo plazo, que permitió, junto al azar, el nacimiento de la Generación Dorada, elegida recientemente junto a Las Leonas como la mejor selección de la historia del deporte argentino. Sin dudas, se trata de un proceso coherente, pensados, fuertemente organizados, mediante los cuales se captaron los talentos dispersos y se los mejoró mediante el entrenamiento sistematizado y profesionalizado.

La selección argentina juega un basquet fuertemente defensivo y notablemente solidario, lejos del basamento mesiánico de la lógica futbolera argentina. Ha quedado al margen, incontaminado de la dicotomía fagocitadora del fútbol, de la lectura liricista, gracias al exitismo y a cierta ignorancia respecto del deporte (la misma que lee solamente el potrero en el éxito de Ginóbili). No se plantea una oposición insalvable, moral, entre el juego del seleccionado argentino, fuertemente mecanizado, y el estilo creativo y espectacular de los NBA. Mejor. No contaminemos el resto del deporte.


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