miércoles, 7 de julio de 2010

Apuntes para una teoría contrahegemónica del fútbol

Porque muchas veces se atribuye rebeldía a lo que en realidad es consustancial, pero sobre todo como modo de terminar con el reino del discurso acomodaticio, leve y anti-analítico que pulula por la crítica de fútbol, es menester escribir estas palabras, básicas, insuficientes, pero fundamentales (pues fundan no sólo esta serie de textos virtuales, sino también una línea de pensamiento que se hallaba en varios lugares, sin fijar) que delineen nuestro modo de trabajo a futuro. Un manifiesto. Un manifiesto que se halla atravesado dificultades y contradicciones que intentaremos reducir hasta la expresión más mínima, pero que lamentablemente, como seres humanos pertenecientes a una comunidad y atravesados por su ideología, nunca podremos eliminar.
Y es que el objetivo fundamental y el problema de este manifiesto contrahegemónico tentativo allí se halla: se trata básicamente de desmitificar un fútbol dominado por las palabras y los medios, donde las acciones parecen ser irrelevantes. El problema que encuentra este objetivo desmitificador es que justamente uno mismo se encuentra atravesado por esta mitología hegemónica, y por más que se sacuda los prejuicios no puede evitar de vez en cuando verse sorprendido por nociones que uno creía erradicadas. Todo manifiesto se levanta contra algo, y ese algo, a regañadientes, parte de la sensibilidad de uno: allí reside el poder perverso del mito contrahegemónico, en su dominio, en su omniscencia.
Hay que aclarar las intenciones ulteriores de la contrahegemonía: no se trata simplemente de destruir modos de pensar, sino de construir nuevos modos más justos. La edificicación de una paracultura del fútbol, un modo de pensar paralelo que por ende no estuviera mancillado por la hegemonía, es el proyecto utópico de toda contrahegemonía. Pero la palabra utopía encierra una terrible contradicción: se trata del buen lugar, pero también del no-lugar. La utopía de la paracultura es un horizonte, inalcanzable, que sirve para continuar caminando, pero por las propias limitaciones del ser humano, atravesado siempre por la hegemonía.
¿Pero contra que se rebela el fútbol contrahegemónico, exactamente? ¿Qué es el fútbol hegemónico? Se trata de una pregunta amplia, difícil. El proyecto hegemónico del fútbol es capitalista. Y la lógica del capitalismo impone modos de operar, resignificados a través de los medios por una cuestión no conspirativa, sino meramente de lucro. Los modos de operar incluyen (pero no terminan allí) el intento de convertir al fútbol, deporte competitivo, en un espectáculo rayano con lo teatral. De allí las butacas caras, de allí la predilección por el chiche bonito, ese que cualquier espectador esporádico de fútbol (ese tipo de alta sociedad que va a ver el “espectáculo” como una curiosidad donde participan varias celebridades –los jugadores-marca- y solo puede advertir la belleza en un taco, y no en una defensa que sostiene épicamente una victoria). El fútbol-espectáculo es promulgado por el bien del espectador y su “entretenimiento”, pero el futbolero conoce intuitivamente que en los deportes interesa la victoria. Y la victoria se logra mediante técnicas no siempre vistosas, sobre todo si un jugador o un equipo no ha sido “dotado” por la naturaleza (lo cual no deja de ser relativo, pues también existen dotes para defender, dotes para correr y demás cuestiones relacionadas a la rusticidad y a la falta de talento). La intervención mediática ha convertido estas técnicas en moralmente malas, y el resultado es, siguiendo este tren de pensamiento algo paranoico (lo que no implica que sea equivocado), altamente conveniente para las potencias futbolísticas: si todos despliegan, obligados moralmente, un fútbol de precisión, de gambeta, de individualidad, está más que claro que ganaran siempre los que mejores jugadores tengan. Y los que mejores jugadores tienen, en un mundo capitalista, son los que más tienen para pagarlos. El círculo vicioso perfecto se completa con que estos clubes son verdaderas vidrieras gracias al trato preferencial que dan los medios (porque, por supuesto, los clubes poderosos han tenido más logros y tienen más hinchas), y los jugadores, vistiendo ciertas camisetas, cotizan doble, permitiendo que las arcas de los clubes grandes se sigan llenando y que sigan efectuando el vaciamiento de los clubes más chicos, incapaces de enarbolar proyectos serios por la necesidad constante de vender. Así se logra, por un lado, dominar ideológicamente a los competidores, convenciéndolos de que practiquen un fútbol inconveniente para ellos, y por otro lado, practicamente extinguir cualquier intento de subversión al erradicar de la existencia potable, rentable (y todos los clubes se hallan regido, finalmente, por una agenda económica), los valores comunitarios, solidarios, las raíces fuertes, al convertir al equipo chico en una mina de donde excavar valores, y al jugador en mercancía, en profesional.
Este dominio ideológico-material no solo da resultados contra la oposición, sino también a favor del Poder: hemos mencionado la utilidad de vender un espectáculo (no un deporte), con sus estrellas y sus marcas, para la televisión y también para los propios clubes, ya que aumentan los precios de las entradas y venden más camisetas, publicidad, etc. mientras más jugadores-franquicia tengan. El camino de allí a una pérdida absoluta de proyecto e identidad es muy corto: los clubes pasan a realizar contrataciones sin importar los deseos del entrenador o el proyecto, presionan para que ciertos apellidos entren a la cancha, empiezan a funcionar cada vez más como empresas, con inversores. El espectáculo y la economía se transforman así no en un aspecto del juego sino en el único, el primordial, el motivo de existencia de los clubes, que se transforman paulatinamente en sociedades anónimas donde el socio no tiene voz ni voto, donde el hincha no puede pagar la entrada y donde, realmente, no importa el fútbol más que como escenario de las mercaderías. La transformación ya es clara y concreta en Europa (algunos clubes caminan una línea ideológica acorde a la historia del club, pero no deja de ser una línea siempre ligada a lo empresarial); en América, eterna orilla, permanece la vitalidad y la identidad en las hinchadas, pero esto que desde los sectores empresariales ya se empieza a mencionar como “romanticismo” tiene las mismas consecuencias que sufre el fútbol contrahegemónico: marginalidad, penurias económicas, vaciamiento.
Un sistema implacable, que se vuelve aún más demencial cuando se mezcla con los discursos aristocrático-bohemios que circulan por este país. Entonces el juego y su supuesta belleza (ideal conservador si los hay, similar a la de ciertos poetas que consideraban que lo florido y lo barroco eran lo único que entrañaba belleza) pasan a ser más relevantes que el objetivo primordial, que es el resultado (así lo dictan las reglas del deporte). Y si no se juega al fútbol con la intención de ganar, ¿para qué se juega? Se pretende levantar un ideal anticapitalista, del lujo y la opulencia inútil ante la bandera de la pragmaticidad: los resultados son directamente inversos, producto de los prejuicios, el orgullo y la falta de visión, y la supuesta rebeldía, consustancial. El fútbol-espectáculo, el fútbol-arte, nace de la necesidad del hombre de elevar de rango su actividad: al darle categoría de “bello”, pueden enamorarse en paz, con la aprobación de una sociedad que hipócritamente no se permite el disfrute y el aprendizaje del deporte, del fútbol. Pero se trata de un fútbol altamente aristocrático, hecho solamente para los jugadores que tienen buen trato, marginando no solo las aptitudes defensivas que hacen al deporte, sino también a los propios clubes chicos, que producen jugadores talentosos pero que los pierden en manos de los adinerados. El proyecto Barcelona, loable por su claridad, no sería posible de imitación en las orillas latinoamericanas: a pesar de ello, muchos pretender seguir su modelo imitando lo superficial, el estilo de juego. Lo que nadie logra ver es que el Barcelona se alimentó, y lo sigue haciendo, de canteras ajenas. El fútbol que propone criar futbolistas duchos, aptos técnicamente, lo único que hace es alimentar a los poderosos clubes europeos, incapaces de criar ellos mismos (al menos, hasta recientemente) el biotipo de jugador habilidoso que nace de las geografías de este continente, y fomentar que la educación futbolística se haga en el exterior: el futbolista parte de este fútbol sin demasiados conceptos, sin preparación verdadera, sólo con sus condiciones naturales como credencial. Debe partir para crecer, debe partir para alcanzar un nivel internacional. La formación se hace entonces en los términos de los equipos europeos, y sólo acceden a ella un grupo selecto por su talento de cuna. El resultado en el caso argentino está a la vista: la cantidad de delanteros de primer nivel supera ampliamente lo necesario; en la parte defensiva, se está completamente en deuda. La moda de replicar superficialmente el proyecto Barcelona no hace sino terminar de extinguir toda posibilidad de un fútbol latinoamericano autónomo y rebelde, resistente.
El fútbol contrahegemónico es todo fútbol que se oponga a esta lógica de la mercadería. Las rupturas, como fue dicho, nunca serán totales, y podríamos tentativamente dividirlas en tres reinos indivisibles en verdad y que no jerarquizaremos porque siempre depende del grado en que se realicen: rupturas estéticas (relacionadas a las superficies: actitudes, modos de vestir, violencia), rupturas formales (relacionadas a innovaciones estratégicas y tácticas, que sugieren un verdadero análisis desprejuiciado de los sitemas de juego) y rupturas discursivas (es decir, rompimientos con el modo en que sistema hegemónico imperante -desde los medios y los políticos hasta las dirigencias- funciona), categorias mas bien abarcativas y ambiguas, que aparecen de forma parcial y entrelazada y que sirven apenas para puntualizar los modos que consideramos contrahegemonicos, regla que servira para excluir potenciales caprichos de adherencia. Apuesta a un proyecto a largo plazo, y a una identidad local, arraigada, a un sentimiento de pertenencia. Apuesta, sobre todo, a lo colectivo y al resultado: las formas, ofensivas o defensivas, serán elegidas en función de conseguir el resultado. Se trata de un fútbol, pragmático y desmitificador, que no vende humo con discursos vacíos sino que pretende simplemente atenerse a la acción: el trabajo, el esfuerzo, son entonces pilares de un fútbol de inteligencia, de laboratorio, que pretende poner límite, en mayor o menor medida, al amado azar, a la bendita improvisación: profundamente estudioso de las variantes del deporte, un fútbol humanista, que proclama lo colectivo sobre las deidades individuales del deporte. Un fútbol de invención de recursos para suplir y disimular las falencias, un fútbol vanguardista que será considerado tramposo, vil, como toda vanguardia.
En principio, el fútbol contrahegemónico no es un estilo o una ideología particular de fútbol (es justamente preponderante no etiquetar: es contrahegemónico el aprendizaje de toda alternativa sin discernir moralmente sino a partir de situaciones entre una y otra herramiente; como contrapartida, es contraproducente el fanatismo por un esquema, por más contrahegemónico que sea). Todo proyecto subversivo en alguna medida –en sus formas, en su actitud, en su intransigencia- es contrahegemónico. De esto se deduce que ningún proyecto es puramente contrahegemónico (la pureza contrahegemónica sería en realidad el nacimiento de la utopía paracultural), que la contrahegemonía se halla en partes, en diversos lugares, imposible de resumirse a dos o tres consignas, y siempre contradictoria. También este manifiesto será, necesariamente, inacabado, inacabable. La incompletitud será también arma de la subversión, que impulsa a la búsqueda, a la vanguardia, a la rebeldía.
Pero esto es solo en principio. En la práctica, sí existen formas e ideologías arraigadas en la contrahegemonía. La operación moralizante hegemónica ha condenado el trabajo táctico y el orden defensivo como herramientas indignas, trabajos sucios: no es casualidad que sea este tipo de trabajos los que puede ejecutar cualquier equipo, solo a partir de un trabajo sostenido y a conciencia; también, vale la pena mencionarlo, es inconmensurable la hipocresía mediática en el tratamiento de estas cuestiones, llamando sólidos a los grandes y mezquinos a los chicos. Los periodistas ni siquiera tienen agenda: han aprendido de pequeños, sin cuestionarlos, los mitos del fútbol como improvisación y magia, y se horrorizan ante la idea de una sistematización del juego. Son ellos cómplices inconcientes de un orden que los utiliza para perpetuarse: la realidad es que sin el circo mediático que rodea el juego resulta difícil pensar en tanta discursividad vacía, en tanta bajada de línea insignificante. Al fin el fútbol, como cualquier deporte, se concentraría en aprender las técnicas necesarias para lograr la victoria acorde a los elementos naturales de cada equipo. De la misma manera que un nadador de piernas fuertes corre carreras de media distancia y acelera en la mitad final de la carrera, se prepararía a un equipo fuerte defensivamente para manejar desde allí los partidos y pegar de contragolpe, sin ser condenados por esta decisión a ser parias.
Así funcionan los mitos: anidan en el inconciente colectivo y de allí es imposible erradicarlos. El objetivo primordial del fútbol contrahegemónico, ya fue dicho, es la desmitificación del fútbol: a partir del estudio del juego se logra desembarazar al jugador de muchos preconceptos, se enriquece su capacidad, se incorporan herramientas que lo hacen más completo y más comprometido con el juego. Los jugadores crecen, comprenden verdaderamente el concepto de “equipo”, de solidaridad, de un colectivo buscando un objetivo. Y los equipos, sin rumbo, sin fe en nada más que en un orden que los subyugaba, se transforman en peligrosos equipos subversivos a partir de la educación, convertidos en un colectivo convencido, revalorizado (no sólo porque pueden ser útiles a la causa, sino porque han resignificado y transformado sus valores), lleno de recursos y herramientas que no temen utilizar por cuestiones de moralina: la inteligencia como herramienta primordial de rebelión contra el orden natural (o naturalizado). Son estos equipos, los inteligentes, los solidarios, los que consiguen revertir el proceso de subyugación: los malos, los reos, los peligrosos. Los otros equipos, los de la primaverita, los de la buena camada de juveniles posteriormente saqueados, los del ocasional título, lejos de molestar, caen simpáticos: no son amenaza.
Finalmente, para los que siguen soñando con un fútbol del lujito, de la diversión, signos de goce y opulencia que nada tienen que ver con los valores que debería comulgar el fútbol (aquellos que aprendió Albert Camus, quien defenestró cualquier otro tipo de moral, siendo arquero), cabe decir que cualquiera que haya jugado al fútbol, entre amigos o con canilleras, sabe que el espíritu amateur no se trata de la pisadita para la propaganda o el luja intrascendente: amateur significa “que ama lo que hace”, y nadie que ame lo que hace puede tomárselo como un juego, como una diversión. El espíritu amateur obliga a la obsesión, al estudio, a la búsqueda sin esperar nada a cambio: no hace falta decir que la lógica del capitalismo y su fútbol-espectáculo, de jugadores sin compromiso, jugadores profesionales, se encuentra en las antípodas del amateurismo. Y en ese polo, de obsesión febril, de dejar todo por el juego que uno ama, de considerarlo una diversión, un juego de niños: allí está el fútbol contrahegemónico, intentando combatir las creencias absurdas que banalizan el fútbol hasta convertirlo en un par de chiches para ver en el resumen del año.

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