lunes, 15 de octubre de 2012

Se7en




Aquel Estudiantes era un asesino serial. El primer Estudiantes místico que le tocara a la generación joven, el primer León voraz, hambriento, nació una tarde de octubre. Unos meses antes había llegado Simeone al banco, y su impronta laburante y áspera gustó al hincha: el Cholo arañó la hasaña en su primer partido, enmudeciendo el Morumbí con una actuación muy por encima de la que el realismo gris de aquellos días permitía soñar, y cayó sólo en los penales. La carta de presentación fue agridulce: la derrota significaba que el ídolo, Juan Sebastián Verón, que volvía a su hogar, no podría ser parte de la Libertadores de aquel año. Sin dudas, semifinales con Verón era medio título.

Tras aquel buen encuentro, Simeone encontró varios inconvenientes en el armado. Un Sosa anodino no encontraba cancha por izquierda. Galván no aparecía, no pisaba el área, era más minino de departamento que Pantera. En los cuatro partidos desde la 4ta a la 7ma fecha, Estudiantes sumó un punto, y los rumores empezaron. Aquel partido con Independiente, en Quilmes, ganado con bastante esfuerzo, significó un punto de partida y compromiso para el Pincha. Vinieron otras dos victorias. Pero aquello era una rachita, nada más: nadie esperaba el despertar de la bestia que aconteció el 15 de octubre.

En algo creía ya ese equipo, algo de lo que el resto del mundo todavía no se había percatado y que finalmente edificaría uno de los batacazos deportivos más epopéyicos del deporte: todavía eran los días del Boca de Basile, que le había metido 4 a Estudiantes el torneo pasado y 2, haciéndole precio, hacía unas fechas nomás. Ese algo lo hizo palabra el emblema: “Estos son los partidos que hay que ganar si queremos salir campeones”, dijo Juan Sebastián Verón en el túnel según reveló por la noche Fútbol de Primera, casi a modo anecdótico, sin imaginar que se trataba de una frase premonitoria, de un discurso de esos que ofrece no una persona sino el destino. Aquel grupo se había juramentado el título tras el golpe en San Pablo, y fue esa resolución la que lo salvó de la autodestrucción unas fechas antes. Pero el mundo, y los propios hinchas, seguían pensando en Estudiantes como el simpático equipo que repatrió a Verón. Sólo los jugadores pensaban en ganar el título; solo el plantel pensaba el partido como una plataforma a la gloria, y no solo como una fiesta que se celebra un par de veces al año.

Bueno, terminó siendo ambas. Porque Estudiantes, exacerbado por las palabras de Al Pacino, renació en aquel partido: aparecieron los once tipos dispuestos a morir por ganar un metro. Apareció el equipo que metería diez triunfos al hilo, aparecieron el hambre y el coraje, y, ese día, todos nos dimos cuenta de que éramos parte de algo más grande. Aquel equipo era un asesino serial, dueño de una voracidad sin fin, y aquel fue su primer acto. Varsky comentaría tras el sexto y los desmanes de los desesperados hinchas triperos, que intentaban frenar la grosera goleada, que Estudiantes probablemente apretaría el freno por consideración: enseguida vino el séptimo. Olave quiso asesinar a Caldera antes de agarrar la pelota. Pasó de largo en una escena que pinta el grado de desconcierto provocado por la histórica felpeada, y fue el séptimo nomás. Antes de aquel tanto, cuando Lugüercio hizo el sexto, el relator había perdido la cuenta y cantó el quinto. Decir que fueron 7 pero podrían haber sido más resultaría casi una parodia si no fuera realidad: más paródico resulta escuchar a los primeros cantando que ellos no abandonan, cuando todos recordamos los intentos de destruir las instalaciones con tal de frenar la paliza y, por supuesto, las palabras de Teté. Galván despertó, apareció Sosa, Caldera, padre de los Triperos, metió un triplete y se abrazo con un incrédulo Verón, y el descomunal Tanque Panzer que era ese Pavone, imparable, y el gol del hincha Lugüercio, fueron los nombres en el tanteador. Arriba, decía Estudiantes 7 Gimnasia 0.

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