martes, 16 de octubre de 2012

De regreso a octubre: revolución y refundación de Estudiantes de La Plata



El vestuario en silencio. Para el partido faltaba todavía. Don Osvaldo había indicado salir antes y repartir flores entre la gente, como lo hizo en Atlanta. Para que no pase lo que pasó contra Palmeiras. Los tiempos se acortaban, la tensión crecía. ¿Cómo manejar un grupo de leones que está por salir a jugarse el destino, la historia? 

En esas cosas pensaba, 38 años y un día más tarde, Sebastián. Lo rodeaban varios compañeros, que lo buscaban con la mirada, que le pedían con los ojos la palabra sabia que los sacara del nerviosismo. El líder no levantaba la vista, no todavía. Pensaba en los cuentos de su papá, en el vestuario inglés, en el destino. Quería transmitirlo, pero no encontraba las palabras. También él estaba nervioso: era su primer clásico.
Lo que no sabía Sebastián es que 38 años y un día antes, no había nervios sino expectativa: después de todo, Don Osvaldo ya había anunciado el resultado en el pizarrón, y él sabía todo. Faltaba jugar la partida de ajedrez diseñada por el Gran Maestro y recibir el premio: la eternidad. Miedos hay siempre, pero nunca tan pocos como en aquel vestuario de Old Trafford. Eran hombres que iban a la espera de su destino.
Sebastián quería que los suyos se dieran cuenta de que ellos también eran amos de su destino. El comienzo había sido complicado y este era el momento de dejar de ser el grupo simpaticón con la historia del regreso del hijo en el suplemento dominical. El capitán seguía escondiendose del aliento fácil: no quería que sus compañeros se sintieran cómodos, sino que hubiera tensión, que los chicos enfrentaran sus miedos y se hicieran hombres que buscan su destino. La Pantera, con la sequía; el Principito, la promesa que hacía implosión en lugar de estallar; Marcos, demasiado peinado para ser defensor; el Flaco y el Chapu, acostumbrados a una vida obrera sin alegrías. Había que movilizarlos, sacarlos de esa conformidad. No había que hablar y tranquilizar: si algo le había enseñado su viejo, sus historias y el mítico Don Osvaldo de los relatos, es el valor del silencio.
Don Osvaldo entraba al vestuario 38 años antes. Tampoco dijo nada, no había nada para decir. Todos sabían lo que tenían que hacer en la cancha, y todos sabían lo que habían ido a buscar. Eran hombres madurados por las batallas americanas. Entonces entró el presidente. El sí quería hablar: pero no para tranquilizar, sino para movilizar. Quería pinchar a los leones, tirarles del pelo. Habló: "A Estudiantes nadie se lo llevará por delante. Estudiantes de La Plata permanecerá fiel a la mística casi religiosa de su destino imponderable". Y siguió: “Si cada uno se convence”, dijo, “de dejarlo todo por el de al lado, con la pelota y con los pies, pero por sobre todo con el corazon y la cabeza, ustedes le pueden ganar a cualquiera no tengo dudas. Mientras te quede una gota de energía nadie, nadie se va a llevar por delante a tus compañeros.".

Quien habló en el vestuario de Sebastián no fue él, o el técnico: fue Al Pacino. El Cholo también decidió despertar a los jugadores, tras el palpable nerviosismo que se había vivido en la semana. Todos sabían que la pequeña levantada quedaría en la nada si se perdía ese partido. Y eso significaba que las ilusiones de dar pelea se reforzarían o morirían ese día. Muy en el fondo, en ese lugar donde van los pensamientos que quieren olvidarse, que no quieren pensarse y que sin embargo se intuyen constantemente a pesar de las distracciones, todos sabían que ese era el encuentro bisagra. Entonces, el Cholo los reunió a todos. Las palabras suyas, las que había pronunciado todo el semestre con mayor o menor éxito, ya no servían, ya pecaban de repetitivas: ahora tenía que hablar Tony D’Amato, el entrenador de los Tiburones de Miami. Y dijo: “Ya no se qué decir. Todo se reduce al partido de hoy: o sanamos como equipo, o nos desmoronamos. Centímetro a centímetro. Jugada a jugada. Podemos desmoronarnos, y que nos rompan el orto, o podemos luchar para volver a la luz. Y este equipo peleamos por cada centímetro. En este equipo nos desgarramos por ese centímetro. Nos aferramos con las uñas a ese centímetro. ¡Porque sabemos que, al final, serán esos centímetros los que harán la diferencia entre ganar y perder! En cualquier pelea, el tipo dispuesto a morir por ese centímetro es el que va a ganarse ese centímetro. Pero yo no puedo obligarlos a que lo hagan. Tienen que mirar al tipo al lado suyo, mirar sus ojos y ver un tipo dispuesto a pelear ese centímetro con ustedes. Van a ver a un tipo que se va a sacrificar por el equipo, porque sabe que cuando sea necesario ustedes van a hacer lo mismo. Eso es un equipo, caballeros, así que o sanamos hoy, como equipo, o morimos como individuos”.

Sebastián seguía en silencio, mientras algunos lloraban y la mayoría se levantaba de las sillas, dispuestos a atravesar la pared con tal de entrar a la cancha. Las imágenes de Scarface habían despertado a varios. Sebastián ya sabía lo que tenía que decir para que sus leones hambrientos salieran a comerse la cancha. Pero se lo guardó para el tunel.
Treinta y ocho años antes, caminaban por el tunel los once jugadores de Estudiantes que jugarían, instantes después, contra el Manchester United de George Best y Bobby Charlton. Hace rato oían el vociferar iracundo del público inglés, que los acusaba de bárbaros, animales. Tampoco los sorprendieron los monedazos y los escupitajos. Era una guerra. Ellos repartían flores, y luego darían una lección de fútbol. “Ganó el mejor”, reconoció el DT del Manchester Matt Busby, quien pidió perdón por los “pecados y críticas” de los suyos. La prensa extranjera también se rindió a los pies de Estudiantes: solamente acá se miraba de soslayo la victoria, la victoria que cambió para siempre el modo en que se juega a la pelota. Ya no más dictadura de los poderosos, con sus billeteras fastuosas: el trabajo, el estudio y la organización se levantaban y no solo cumplían un papel simpático, digno, sino que se coronaban, en la cuna del fútbol, ante un silencio profundo, reverencial, que replicaba, un 16 de octubre de 2006, el capitán, camino a la cancha.
Estudiantes era campeón del Mundo un 15 de octubre de 1968. Casi cuatro décadas más tarde, los hombres que encontraron su destino aquel día serían homenajeados en la víspera de un clásico, despertando un fuego imposible de apagar en el centro del cuerpo de uno de los hijos de los héroes de Old Trafford: Juan Sebastián Verón supo ese día claramente, como nunca antes, por qué había vuelto a Estudiantes, y no era a recibir aplausos exactamente.
Pero aún entonces, en el túnel, continuó, casi con disfrute, en un silencio intimidatorio. Esperó. Terminó de medir las palabras y siguió esperando: sus compañeros se reunían a su alrededor. Pibes ellos, todavía faltos del roce que sólo dan las batallas. Pero emocionados, temblorosos de exitación nerviosa, deseosos de jugar ese clásico. Ahora sí hablaría su líder: no para tranquilizarlos, sino, al contrario, para obligarlos a enfrentar sus miedos. El había vuelto para ver a Estudiantes campeón otra vez, para sacarlo de esa comodidad de mitad de tabla, para obligarlo a tomar las riendas de su destino de grandeza, para recordarle su ADN místico. Para salir campeones: era el objetivo, pero hasta ahora nadie creía verdaderamente en ello. Entonces, en ese torbellino de emociones que era el túnel previo al clásico que pasaría a la eternidad y plantaría la semilla de una campaña inigualable, dijo el capitán: “Estos son los partidos que hay que ganar si queremos ser campeones”.
Y Estudiantes, otra vez, fabricó su destino.


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