Cuando empezaron las semis, Chelsea pagaba
12 a 1 sus chances de doctorarse en Europa. Jugaba contra el todopoderoso
Barcelona por semis y, siendo sin dudas el menos rutilante de los cuatro
mejores, era tachado por una amplia mayoría. Eran días en los que se suponía
que la final era cantada, y que a lo sumo el que tendría problemas sería el
Real frente al Bayern, siempre presente en las instancias finales de la Orejona.
El fútbol de alto rendimiento deja muy poco
espacio para este tipo de historias: los que más petrodólares bajan se aseguran
actuar en los escenarios grandes, y el resto, por más que académicos y
seudointelectuales sostengan que se trata de un deporte impredecible (bueno, al
menos es el menos predecible), lo mira por tevé. Así de crudo es el fútbol
europeo superprofesional y privatizado hace años, pero que en la última década
recibió el influjo económico de mafiosos y empresarios interesados en hacer
ganancia o hacer negocios. Sus aportes son inversiones que esperan recuperar
más fuera de la cancha, en esponsoreos y merchandising (y quien sabe qué tipo
de turbios arreglos en pases de jugadores y centrifugado de dineros), aunque
por supuesto todo va atado y las grandes competencias son grandes vidrieras
donde vender el producto. Sin demasiado lugar para las malas inversiones, la
victoria, la gloria, y también la derrota, son valores menos románticos, cada
vez más económicos.
Bueno, en el mapa de inversiones grandes
para esta temporada, el equipo del magnate ruso Roman Abramovich no figuraba.
Hace un par de temporadas que el Chelsea se prepara, como mucho, para el
segundo pelotón de una liga que amenaza con volverse igual de polar (en el
sentido dicotómico y frío del término) que la liga española: en la isla pirata
se florean los Manchesters, preparados para el salto internacional, como entre
los ibéricos pasean el Barsa y el Real. El efecto mediático de esta temporada
fue traer a una especie de Mourinho (palabra mayor en Londres), Andre
Villas-Boas, un viejo ayudante de Mou con similar capacidad labial, una imagen
políticamente mas correcta, la misma nacionalidad y un currículo tan ganador.
La plantilla, en cambio, apenas se renovó. Mantuvo las bases, dirán los diarios
que trataron de viejitos a este Chelsea en una especie de cruzada brancaleonina
por la esquiva Champions: esa que Cech, Ashley Cole, Ferry, Lampard y Drogba
perdieron en 2008 por penales ante el United, y que les fue negada al quinteto
en semis en 2007 (frente a Liverpool) y en 2009 (ante el Barsa); además, desde
que Abramovich se hiciera cargo en 2003, el Chelsea metió semis en 2004 con
Terry y Lampard, y en 2005, con Cech ya en la portería...
MONEYBALL
Quienes minimizan la victoria del Chelsea
realizan una operación sinecdótica al desprestigiar a Roman Abramovich como
modo de desprestigiar una victoria alcanzada con un estilo futbolístico que no
respetan. El argumento abramovichiano es por ende tendencioso, pero además
resulta falaz, al omitir mencionar que todos los clubes grandes europeos son
hoy financiados por inversiones provenientes del medio al lejano oriente. El
caso inglés, que analizamos recientemente, quizás sea el más resonante, el más
evidente en su operatoria, al ser los inversores (Abramovich, QPR, United,
City, Liverpool, buscar mas) quienes se hacen cargo de dirigir los destinos de
los equipos, controlando fuertemente su inversión y aprovechando también para
limpiar dineros obtenidos en la ilegalidad y realizar negocios beneficiosos.
Pero en España, con los fondos de inversión cada vez más comprometidos en las
finanzas de los clubes, las giras del Madrid por China y el esponsor qatari del
Barsa, no se han quedado atrás, como tampoco en Italia, con Berlusconi como
caso saliente de un fútbol manejado por los millones turbios de empresarios y
figuras públicas.
Bueno. Como los A's de Oakland, los de la
película Moneyball, el Chelsea de los pocos refuerzos (Mata como figura
saliente), de los viejitos y del DT desconocido que reemplaza a un técinco
echado en medio de una crisis futbolística, se encontró en semis entre gigantes
de la industria, equipos preparados económicamente para disputar esos cuatro
partidos. Y no se achicaron. Quizás porque no tenían nada que perder. Quizás,
porque los curtidos guerreros azules tenían todo mucho más clarito que los
españoles, que ya jugaban la final antes de vencer a sus rivales y que se
presionaban unos a otros desde los medios: las finales, sabían Drogba, Cech,
Lampard a base de perderlas, hay que ganarlas. Y la cansada cofradía de los
azules jugó sabiendo que estaba ante el canto de cisne de su hermandad:
defendió cada centímetro del campo, se fajó en cada centro, nunca se dejó
noquear por los golpes: ni siquiera cuando el Napoli le clavó el tercero en
Italia y decretó un 1-3 que lo dejaba prácticamente afuera en octavos; ni
siquiera cuando el 0-2 en el Camp Nou anunciaba lluvia de goles.
Por supuesto que también tuvo un culo
bárbaro. Estuvo muy cerca de quedar afuera tras caer en el San Paoli (en la
vuelta metió el gol que lo llevó al alargue a cinco del final), y contra el
Barsa fue ayudado no sólo por su inteligencia pragmática sino por los palos.
Pero a la suerte el Chelsea le agregó sudor, mucho sudor, y la única
herramienta capaz de superar la brecha económica entre los demás finalistas y
el “modesto” Chelsea, y convertir a un mediopelo internacional en campeón de
Europa por primera vez en su historia: la inteligencia. Mañana algunos diarios
quizás no salgan, ofendidos por el despliegue antifutbolístico que inunda el
planeta.
UN TAL DI MATTEO
Cuando el Napoli venció al Chelsea 3-1 en
la ida de los octavos de Champions, con la Premier ya lejos, el efecto Mou buscado con
Villas-Boas ya cansaba. La partida del portugués, en un mundo de inversiones,
se volvió lógica. Dejó el cargo y nombraron en su lugar al ignoto Di Matteo: un
experimento rarísimo en aquel momento, dejar en el cargo en el otoño de varios
estandartes del club al asistente del DT saliente como una especie de DT
interino, para terminar la temporada aparentemente sin objetivos de modo decoroso.
Pero Di Matteo causó una pronta revolución: apuntó todos los cañones en la Champions , consiguió un
milagroso pase en tiempo complementario frente a los italianos y, en silencio,
luego de pasar los octavos dando lástima, comenzó a transitar esos cinco últimos
partidos donde hasta el que sabe que no puede, cree que puede.
Ahora, casi nada es fruto solo de la
casualidad, o de la suerte, o de la improvisación: si no no llegarían siempre
los mismos. Y este Chelsea dado por muerto, el de los viejitos piolas, llegó al
menos a instancias semifinales en 2004, 2005, 2007, 2008 y 2009. Algo sabían.
Di Matteo sentó unas bases humildes, reformulando el equipo para una labor que
terminó siendo perfecta para los experimentados blues: aguantar hasta que, con
un rival frustrado, llegara la chance. Y la chance llegó. Una y otra vez.
Inteligencia y paciencia: la madurez del Chelsea fue el gran arma que supo
explotar este tano, que convirtió un grupo desbandado en una manada de panteras
acechando en la sombra.
El Chelsea pasó al Benfica con
tranquilidad, y luego al Barcelona en aquel partido que derrumbara todo lo
esperable. Antes del partido final, se quedó con la FA Cup ante uno de sus
rivales más ásperos, Liverpool. La temporada del Chelsea estaba hecha, y muchos
imaginaban que si el Barsa no había podido, por impericia y mala fortuna,
vulnerar a los de Londres, bueno, la suerte se acabaría ante la poderosa
ofensiva del Bayern, los viejitos se conformarían con su copita y demás
sandeces.
DE ARCO A ARCO: UN ELEFANTE, UN CASQUITO Y
LOS DESTINOS TRAGICOS
Cuando anotó Muller para los alemanes, con
apenas 8 minutos de juego restante, llegaron las declamaciones de los
moralistas: que no se puede defender tan cerca del arco, que se veía venir, que
se lo merecía el Chelsea por su mezquindad. Pero la fórmula del Chelsea parecía
clara aún antes del match, donde la única probabilidad de sobrevivir a la final
para los de Londres, sin Ramires para colmo, residía en defender y depender de
Drogba. Era una estrategia, en verdad, mucho más riesgosa que salir a
intercambiar golpe por golpe, perder por dos o tres goles y quedar bien: el
Chelsea quería ganar, no le importaba agradar a los esteticistas de siempre.
Pero de todos modos, aquello sí parecía el final: el gol del Bayern obligaba al
Chelsea a atacar, su mayor deficiencia, y a convertir un gol, otro de sus
problemas, en ocho minutos. Fue todo corazón, el Chelsea. Y de un córner, con
88 en el reloj, con la desesperación en el corazón de alemanes e ingleses,
llegó el centro para Drogba, el valiente elefante negro que había bancado todo,
bajado todo, pivoteado todo, que se las había arreglado para preocupar sin un
solo compañero en el radar. Con un cabezazo increíble, girando la cabeza como
Linda Blair, clavó el balón en el segundo palo y un puñal en el corazón de los
alemanes que coparon el estadio del que era indiscutible local en cancha
neutra.
Y entonces comenzó otro cuentito: la
increíble historia de Arjen Robben, el hombre condenado a cargar una piedra
hasta la cima de la colina, solo para que ésta caiga rodando y haya que volver
a empezar. La trágica futilidad de la búsqueda de Robben ya va por su tercer
episodio: primero cayó en la final de Champions contra el Inter en 2010 tras
buscar alcanzarla durante toda la temporada porque se jugaba en el Bernabeu y
buscaba venganza del ninguneo del Madrid; y apenas dos meses más tarde, los mano
a mano tremendos errados en la final del mundo con España prácticamente decretaron
la derrota de Holanda en la final del mundo. Mucho se habló de aquel equipo
español que en verdad lució poco, y poco de los goles claritos marrados por
Arjen con mucho frío pectoral. El equipo naranja dependió estratégicamente de
Robben, que quedó como pescador esperando el pelotazo del Duende Sneijder;
pero, como una especie de anti-clutch-player, Robben pifió las dos chances que
tuvo, el partido fue a alargue y Holanda terminó segunda. En esta oportunidad
Robben tuvo un penal en tiempo extra para poner un 2-1 que olía definitivo. Y,
por supuesto, destino trágico y su mueca desagradable, que parece sonrisa,
mediante, atajó Cech.
El del casquito es otro tipo de historia
trágica: le tocó una nacionalidad irrelevante y participó sólo de un Mundial,
sin pena ni gloria, siendo uno de los dos o tres mejores porteros del mundo.
Para colmo en 200, ya tras su única experiencia mundial, un choque de cabezas
casi lo mata: le recomendaron abandonar el fútbol, pero el tipo clavó casquito
y siguió: “un gladiador”, lo califican sus compañeros, “jugaría hasta con la
pierna rota”. Ya con 30 años, Cech olfateaba ésta como una especie de última
chance. Pero el checo había responsabilidades claras en el primer tanto, y se
tomaba el casquito internamente, sufriendo. Su compañero el elefante negro
salvó las papas que se quemaban en la consciencia de Cech, amenazando con
perseguirlo por el resto de su vida. Y, ocasión rara en su vida, tuvo revancha,
cuando Robben se paró a doce pasos con el alargue ya en juego: le tapó el penal
que hubiese decretado la muerte en vida del Chelsea y extendió la dura
superviviencia del equipo azul, que siguió bancando hasta los penales la
parada, como podía.
El otro que enfrentaba una última chance de
conseguir el ansiado trofeo europeo perseguido trágicamente era el gran Didier
Drogba. El marfileño, estandarte del coraje, fue el jugador fundamental de este
Chelsea amurallado, que dependía de su aguante y su olfato para poder ganar los
partidos por medio a cero. Las luchó todas, tuvo su premio a los 88, pero si
aquel penal de Robben entraba no hubiera sido héroe ni valiente perdedor, sino
villano, porque fue él quien torpemente había derribado a Ribery en su propio
área. Cech salvó al marfileño también, al atajar aquel disparo del holandés
errante, perseguido eternamente por la fatalidad.

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