lunes, 16 de marzo de 2015

¿De qué estás hablando, Doc?



El Doctor Bilardo está loco. Loco, demente, por el fútbol, una pasión que creció en él desde los días en que era un jugador mediopelón que llegó de Español a Estudiantes pedido por Osvaldo Zubeldía. El Vasco es culpable de esa locura: con su aproximación racional al fútbol en una era donde todo era intuitivo (más, aún, que hoy), el deporte creció como un virus por dentro del Doctor, desplazando los estudios de medicina que apenas practicaría tras dejar el fútbol.

Hoy, en retrospectiva, el Doctor lamenta, a veces, esa enfermedad. Lo hizo en su biografía, también hasta las lágrimas en la tevé y la radio: su enfermedad lo llevó a tomar distancia de su hija, a ser un peso para su familia, amenazada de muerte durante la previa del Mundial 86, que terminaría ganando.
Pero él, como todo el mundo verdaderamente futbolero, también celebra ese virus. El futbolero celebra más allá de la simpatía que despierta su locura: los videos obsesivamente coleccionados; los planes de juego incomprensibles, delante de su época, que dejaron a varios planteles preguntándose de qué estaba hablando el Doc; su deseo de jugar como se juega al fútbol americano… Hasta su última aparición en la vida de Estudiantes, como candidato a vice, caminó por esa cornisa entre la locura y genialidad, proponiendo construir escuelas de fútbol del club en India, multitudinario país que a la vez puede ser mercado y semillero. Parecía una locura, pero meses después, el Real Madrid anunciaba su llegada al país asiático.
Su mentor no era loco: Zubeldía era puro genio, un intuitivo y sabio maestro cercano al zen, que sabía todo lo que podía pasar dentro de la cancha porque confiaba en la posibilidad de imponderables. Pero para Carlos Salvador Bilardo, el azar no podía ser parte: desmenuzó el juego hasta la obsesión, ocupándose de asuntos como evitar que los defensores corran para celebrar goles, controlando militarmente las concentraciones… una locura que excedió el campo de juego. Bilardo quería controlarlo todo.
Y llegó muy cerca. Bilardo le dio demasiado al ingrato fútbol argentino, pero aunque nunca vayan a reconocérselo, no hacen falta defensas futbolísticas (excepto para necios) para un campeón y finalista del mundo, con un equipo en el que nadie confiaba en el 86, que provocó que los defensores de la moral quisieran forzar al Presidente de la Nación a sacarlo de su cargo, y con otro que era una banda bizarra y voluntariosa, una de las sagas épicas más felices en retrospectiva, acompañada de esa música hermosa y de la ópera recargada de Maradona.
Pero en verdad, el mejor Bilardo fue el que, con astucia en el mercado de pases (todos saben como llegó Pachorra Sabella al club) y con brillantez en la cancha, configuró uno de los grandes equipos del fútbol mundial. ¿Defensivo? Tres volantes creativos, sueltos, tocaban y tocaban de primera, moviéndose todo el tiempo, sin posibilidad de referencia: Sabella, Trobbiani y Ponce eran el corazón de un equipo que quien lo vio en la cancha dice que anticipó el fútbol total del Barcelona de Guardiola, donde sólo marcaba, en mediacancha, Miguel Russo. Un equipo de alto vuelo al que le inventaron una historieta los envidiosos de Capital para intentar desprestigiar otra subversiva campaña de Estudiantes.
Es que la locura incomoda, y cómo incomodó Bilardo: por su obsesión con la victoria, claro, pero también por su obsesión, muchas veces mofados por los románticos, con el trabajo. Su maestro lo llevó alguna vez a ver los trenes a la madrugada, para mostrarle que laburar laburan esos tipos que se levantan cuando es de noche para ir a trabajar, no un futbolista. Y Bilardo comprendió aquel mensaje a la perfección, marcado a fuego por las enseñanzas de Zubeldía.
“En Osvaldo, pensé en Osvaldo”, gritó cuando Estudiantes se consagró campeón en el 82, en Córdoba, a días de la muerte del mentor. Juntos configuraron el ADN pincharrata: trabajo, trabajo y trabajo como condición, y cerebro para sobreponerse a las injustas jerarquías, al mazo marcado de cartas del fútbol argentino que hoy, como en aquellos días donde nunca un equipo chico había sido campeón, todavía sigue favoreciendo a los equipos de Buenos Aires.
“No están viendo el problema”, dice Billy Beane en Moneyball, antes de explicar que “es un juego injusto” que favorece a los adinerados. Aquel equipo de 1982 que cruzó el espíritu de Zubeldía y el Bilardo más brillante torció con locura la injusticia: jugó con tres volantes creativos y rompió todos los esquemas defensivos de los rivales, para convertirse en memorable campeón. Es que la locura, la locura del Doctor que hoy cumple 76 años, es poder ver más allá.

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