miércoles, 12 de octubre de 2011

El boxeador

Por Fabián Casas

Alejandro, un amigo fotógrafo, me había contado hace unos meses que Lorenzo estaba esperando ser operado de un cáncer. Diego, otro amigo “chasirete”, me contó que lo vio cuando Lorenzo salió de la operación y que estaba muy delgado, pero “con el humor de siempre”. Diego le sacó fotos y lo filmó brevemente. Hoy me enteré que murió. Lorenzo se llamaba Lorenzo Donato Beneventano y era una roca de carne, petisa, con un don de gentes extraordinario. Fue semifondista del Luna Park, antes de las peleas de Nicolino, y también el instructor que llevó a Carlos Salazar a ganar su título mundial. Y durante unos cuatro o cinco años, por las mañanas, en la Federación de Box, fue el maestro de una ristra de fotógrafos, periodistas, y diseñadores que habíamos formado —liderados por Mariano Del Aguila— un outlet de boxeadores: El Lorenzo Beneventano Boxing Team. Tengo amigos que se ponen pelo, otros que se matan en el gimnasio, hacen dietas letales o se compran ropa anátomica para modificar lo que natura no da o dio y se acabó. Si yo pudiera cambiar algo, comprar algo que me falta, compraría “un buen estado de ánimo”. Porque eso es una bendición que pocos tienen. Arthur Schopenhauer decía que el que disfrutaba de esta virtud, no necesitaba pedir nada más. ¿Para qué? Beneventano estaba siempre de buen humor. Lo recuerdo esas mañanas en las que nos recibía a todos en la puerta del gimnasio. ¿Qué dice la prensa? ¿Qué piensa, Casas, en qué piensa? ¿Usted está dormido? Desde que soy chico padecí cierta afección en mi ánimo, carecía de la habilidad de ser completamente feliz. Esto lo combatí con las drogas durante la adolescencia y después con las endorfinas del deporte. El boxeo me vino bien. Me concentraba durante unas horas en que no me peguen. Esto paraba a la Máquina de Pensar en Gladys, cortaba el diálogo interno. El ambiente y la gente con la que boxeaba también ayudaba. Con muchos nos habíamos cruzado en redacciones, en notas y hasta habíamos hecho temporadas de verano. Pero nunca nos habíamos pegado. Lorenzo dividía la clase del Gimnasio de este modo: primero, corríamos alrededor de los rings de la Federación. Después, nos vendábamos las manos (yo no lo sabía hacer bien y a veces, rumiando insultos, me vendaba Lorenzo) e íbamos a pegarle a la bolsa. Lorenzo pasaba cerca nuestro y nos arengaba. Si veía que le pegábamos mal, o de costado, sin convicción, decía. ¿pero qué hace? ¿está loco? A veces me preguntaba ¿a quién piensa que le pega cuando le da a la bolsa? Yo le decía que a mi viejo, lo cual lo divertía. Lorenzo decía que el boxeo era horrible, que era cruel e insensato. Sin embargo no pasaba un día sin estar en el gimnasio entrenando pupilos. Después de la bolsa subíamos al ring, hacíamos guantes y a veces él se ponía delante nuestro con unos gigantes como si fueran las manos de Edmundo Rivero y nos hostigaba para que le pegáramos en ellos aprendiendo a caminar el ring. Este ejercicio te mataba. Si dejabas la cara libre, te surtía. Después de hacer dos o tres rounds entre nosotros, bajábamos y nos tirábamos en unas colchonetas a hacer abdominales. Lorenzo paseaba por el medio gritándonos: más fuerte, más fuerte, téngale bronca al cuerpo!. Téngale bronca al cuerpo. Casi una frase punk, anti new age, divertida. Cuando nos contaba su vida de penurias infantiles, empezaba: Yo, que fui esclavo de los italianos… Y cuando reflexionaba sobre su carrera, largaba: los golpes no alimentan. Casas, me decía, poniéndome la mano en el hombro, el boxeo es como las estrellas, necesita de la oscuridad para brillar. Una tarde me contó una de sus peleas en el Luna Park. Me describió lo que se vía desde el ring. El humo de los cigarrillos contra el telón negro de la noche. La forma en que le llegaban los gritos de la gente. Yo agarré todo y lo metí en un relato. Beneventano vivió la época de oro del Luna Park como boxeador y después llevó a su pupilo Carlos Salazar a ganar el título del mundo. Por eso estaba acostumbrado a ser requerido por los periodistas. Algo que le encantaba. Tenía una muletilla que realzaba determinadas frases o anécdotas “Esto lo dije al aire”. También tenía un gran poder de observación que solía resumir en un apodo. A uno de nosotros que era extremadamente celoso de su atención, le puso “Mimoso”. Me acuerdo ahora y me río. Una tarde prendo la tele y en Crónica tv está Lorenzo hablando en medio de policías, gente tirada en la vereda y patrulleros puestos de culata en la entrada de la Federación de Box. En el local pegado, que vende cosas de boxeo, había entrado un caco. Tuvo la mala suerte de que Lorenzo estuviera orinando en el baño de atrás. Cuando salió, el caco que encañonaba al vendedor lo apuntó a él. Lorenzo le tiró una combinación de piñas certeras, aéreas y pesadas. Se lo tuvieron que sacar al tipo de encima. Después “dijo al aire” que se había puesto muy nervioso. No debería haber sido lindo que te pegaran esa manos inmensas, callosas. Sin embargo, Lorenzo no transmitía ni tragedia ni dolor —como muchos boxeadores— sino ganas de abrazarlo. Era, como dice Conrad de Lord Jim, uno de los nuestros.

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